La Oficina de
Objetos Perdidos de Ferrocarriles Argentinos guarda una libreta gastada de
tapas azules, no reclamada por nadie. Entre sus páginas manuscritas con tinta
difuminada por los años hay dos boletos de cartón, de esos que se usaban hace
algunas décadas. Rómulo D., empleado de ferrocarriles y pariente de mi mujer,
me comentó la extraña historia contenida en ella; al notar mi interés, me
ofreció visitarlo en la oficina donde trabaja para copiar sus anotaciones, cosa
que hice puntualmente. Transcribo aquí el texto del pasajero anónimo, que
difícilmente vuelva a buscar su libreta.
“Viajaba regularmente de Once a Morón los miércoles y viernes, para atender mi estudio jurídico de zona oeste. Volvía pasadas las siete de la tarde, abrumado por el papeleo interminable que nada prometía, excepto unas menguadas ganancias para malvivir. Demandas, reconvenciones, audiencias de caras largas, sentencias insatisfactorias… suicidarme no era una opción, pese a todo. Mi juventud era el único motor de tanta actividad, una juventud cargada de ingenuidad e ilusiones. ¿Cuáles ilusiones? No sabría decir, exactamente. Pero sin ellas no hubiese sido posible sobrellevar la condena de pelear contra la burocracia sin final a la vista. Una tarde como tantas, el tren venía muy cargado de gente sometida a la misma rutina que yo. Por la ventanilla vislumbré que nos deteníamos en una estación de estilo inglés, con sus tejados de chapa y un reloj dorado de aspecto antiguo. Siguiendo un impulso me bajé para escapar del apretujamiento a que venía sometido desde hacía media hora. Al instante siguiente me encontré libre, fuera del tren que ya partía. Miré a mi alrededor: estaba en Montelimar, según el cartel de letras blancas. ¿Eso es antes o después de Haedo? Recuerdo haberme preguntado, sin dar mayor importancia al dilema.
Eché a andar despreocupado, con la libertad que se siente al saltarse la rutina. Enfilé una calle empedrada flanqueada por bistrós de estilo parisiense y vidrieras con veladores y lencería de cama muy coquetas. Abundaban los toldos y las sombrillas, cubriendo una clientela animada que tomaba sus cafés a la luz de las velas. No era de noche aún, pero la tarde avanzada ya invitaba a prender aquellas luces íntimas. “No está mal Montelimar” –pensé, extrañado de no ver ningún mendigo en la calle. Había negocios dedicados a los juguetes antiguos, vidrieras enteras con trenes en miniatura recorriendo circuitos complejos, con puentes y túneles perfectamente señalizados. ¿Quién tiene plata hoy para comprar esto? Sin embargo, las tiendas de juguetes se sucedían a lo largo de la calle, insinuando una prosperidad no acorde con la situación calamitosa del país.
Más allá di con una cascada que alimentaba un arroyo sobre el cual pasaba un puente de piedra: el agua era termal, según comprobé mojando en ella mi mano. Un par de buenos hoteles asomaron; es increíble adónde llega el turismo. No quería irme de ahí, así que resolví tomar un café para prolongar la visita. Me senté en una de esas cafeterías acogedoras que había visto antes, y pedí un capuccino italiano al mozo, un muchacho de buen ver. Sentada a la mesa de enfrente había una joven con delicadas trenzas rubias formando un rodete, cuya perfección me dejó boquiabierto. Cuando me miró le tiré un beso con la mano, sin pensarlo siquiera. Ella sonrió por toda respuesta y yo me animé a ir hasta su mesa de la manera más natural: “¿Puedo acompañarte?” Ella no consideró necesario representar el numerito de la duda: “Claro”.
Así, sin cálculos ni fingimientos, nos conocimos Nina y yo. Tal vez era yo ingenuo; tal vez ella demasiado bella; el caso es que esa misma tarde nos enamoramos, y prometimos vernos de nuevo. Ella me acompañó a la estación, y al pie del tren nos despedimos con un largo beso. Yo estaba en las nubes mientras el tren me llevaba de regreso a Once. Pero ¿cuándo el hombre ha visto cumplidas sus esperanzas?
Nos habíamos encontrado un miércoles; el viernes tomé el tren a Morón, y ni siquiera la perspectiva de un papeleo chato y leguleyo lograba amargarme, porque a la vuelta vería a Nina. A Nina, y las calles de Montelimar con sus bistró parisienses y sus jugueterías de otras épocas. Dieron las siete, cogí el abrigo con una sonrisa y la secretaria del estudio adivinó mi estado de ánimo: “Está enamorado”. Sin hacer caso me fui a tomar el tren, y en cada nueva estación buscaba leer el ansiado cartel: “Montelimar”. Pero el tren siguió su curso, llegó a Haedo, y yo me pregunté cómo era posible haberme pasado de estación. Seguí hasta Once y allí consulté la cartelera electrónica: no había trenes a Montelimar. Me froté los ojos y repasé de nuevo todas las líneas: no, ningún itinerario la incluía.
Me dije que tal vez era una estación en desuso, y el tren del miércoles paró allí de manera imprevista. ¿Qué hacer? Nina no tenía teléfono, habíamos quedado en vernos en el bistró. Corrí a la boletería, y pregunté al empleado cómo llegar a Montelimar. Me miró con cara de luna, antes de pronunciar el fatídico “no conozco esa estación”. Insistí, preguntando a otro empleado más viejo si conocía una estación en desuso entre Once y Morón. “No hay ninguna, y menos con ese nombre”. Salí de la boletería aturdido, como si me hubiesen dado un mazazo. Tomé de nuevo el tren a Morón, y mi vigilia junto a la ventanilla no obtuvo la visión anhelada: Montelimar no existía. A la vuelta, con el tren casi vacío, me largué a llorar. Después de haber atisbado el cielo, mi vida volvía a hundirse en un túnel oscuro.
Me enterré en el trabajo. Demandas laborales, aquellas que más odio. Juicios de reajuste jubilatorio. Insípidos procesos contra la Secretaría de Comercio… meses grises, que me envejecieron por dentro. Al principio prestaba atención a las estaciones cuando viajaba a Morón, después, descorazonado, dejé de esperar el milagro. Montelimar había sido un sueño, nada más. Nina y su hermosa sonrisa, sus complicadas trenzas de oro… una pura inexistencia, hija de mi imaginación. Con razón habíamos conectado tan fácil… la mujer de mis sueños, solo en sueños la vería. Maldición…
La secretaria se dio cuenta enseguida y me miraba con lástima. ¿Cómo ocultar la infelicidad? Pero fui productivo. En seis meses, el estudio ganó más plata que en todo el año anterior. ¡Bravo doctor! Tiene un futuro brillante. Si ustedes supieran…
Una tarde tomé el tren de vuelta, completamente atestado. Era un suplicio viajar empaquetado entre otros cuerpos, como una salchicha. El tren se paró. No bajaba nadie. Apenas pude echar una ojeada para atrás hacia la ventanilla, y leer una palabra a medias… “…limar”. Empujé a mis vecinos, mientras las puertas se cerraban. Desesperado me abrí paso con los codos, entre insultos varios. Las puertas automáticas ya no dejaban espacio suficiente para salir, pero alcancé a meter el pie entre ellas impidiéndoles cerrar del todo. El tren empezó a moverse despacio… Una vieja chillaba insultos, varias manos querían agarrarme y echarme para atrás… pero con un esfuerzo supremo alcancé a abrir las puertas lo suficiente para pasar de costado raspándome con los burletes de goma (son más duros de lo que parece) hacia el exterior, donde caí rodando, sin siquiera sentir los golpes. Me puse de pie y pude leer feliz el cartel en letras blancas: “Montelimar”. Ajeno a la miseria del tren, el pueblito mantenía el encanto de la vez anterior. Admiré las jugueterías mientras me encaminaba al bistró. Pensaba preguntarle al mozo por Nina, tal vez conociera su dirección. Pero cuando me aproximaba a las mesas puestas en la vereda, vi una cabecita rubia sorbiendo un daikiri… ¡era ella!
Levantó la vista y el asombro se pintó en sus ojos… ambos corrimos a abrazarnos, felices como niños.
“¿Qué pasó? ¿Por qué no volviste en todo este tiempo?”
“No lo sé, Nina. Montelimar no existe en mi mundo cotidiano.” Ella me miraba, azorada. “¿Cómo haces tú para ir a Buenos Aires?” “No voy
casi nunca. No me gusta”. “Yo no me voy de aquí sin ti”. Nos dimos un beso eterno, largamente deseado. Luego hicimos planes. Nina vendría conmigo a la Capital, haríamos la prueba de vivir juntos allí. Antes debía poner en orden sus cosas, por lo cual me hospedé unos días en un hotel de Montelimar.
Recuerdo esos días como algo prístino, luminoso. Nina atendía una pequeña tienda de recuerdos donde vendía duendes, lámparas, colgantes de caracoles que susurraban. Los empaquetó en cajas bien ordenadas para mudarlos a Capital, donde pensaba abrir un nuevo local. Yo la ayudaba en su tarea haciendo el inventario para la encomienda por tren. Concluida nuestra tarea diaria, salíamos a pasear por los alrededores de la estación, con sus callejas laberínticas similares a los pequeños pueblos de Francia. De pronto vi una vidriera poblada por miles de botellitas en miniatura, donde aparentemente no faltaba ninguna marca del último siglo: estaban la Spur Cola, la Canada Dry, la Bidú, Crush, Esperidina, Cubana Sello Rojo y Sello Verde, vodka Absolut y muchas, muchas más.
Decidimos entrar y sentarnos a una mesa donde el último sol filtraba débiles rombos de oro a través de los biseles. El mozo nos informó que disponían de todas las bebidas exhibidas, y que además se podía pedir un copetín a la usanza de los años cuarenta. Lo cual hicimos. “Ahora entiendo por qué no te gusta ir a Capital”, dije revolviendo mi granadina, al tiempo que probaba una bay biscuit. “Allá ni siquiera sirven copetines”. “No… es una pena”. “Tampoco hay más carreras de scalectric”. “Y… no”. “Pero me iré allá por vos”. Otro beso larguísimo, y el pacto estaba sellado.
Hace dos años no escribo en este diario. Nina y yo nos casamos y vivimos en pleno centro de Buenos Aires, cerca de los Tribunales, adonde yo trabajo. Cuando voy a Morón vigilo las estaciones, y en todo este tiempo, Montelimar no ha vuelto a aparecer. Nina languidece. Sus ojos –y hasta su pelo- han perdido el brillo de antes. Extraña, aunque se esfuerza por ocultarlo. Tampoco yo estoy feliz viéndola así. Hemos tomado una decisión: iremos juntos a Morón dos veces por semana, con nuestras valijas. Miraremos atentamente por las ventanillas cada vez que el tren pare en una estación. Y cuando aparezca Montelimar bajaremos juntos, para no volver nunca más a Buenos Aires. Solo dejaré esta libreta en el asiento, para que alguien lea nuestra historia sin creerla.”
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