Perdidos en la niebla


  Llegué a mi casa de la costa y bajé mi maleta del auto, en medio de una densa niebla. Qué raro, pensé, esto parece el Londres de las viejas películas. Siempre que llego aquí me encuentro con alguna sorpresa, tras meses o años de ausencia.  Puse todo en funcionamiento, acomodé mi ropa en el placard y salí a comprar algunos víveres.

-Parece que traje la niebla -comenté mientras esperaba mi pedido.

-Qué va -respondió el panadero- hace meses que está igual.
-En serio? -no cabía en mí del asombro- Si acá el aire siempre es diáfano...
-No sé que pasa este año. Debe ser el cambio climático.
   Asentí vagamente, sin creer en lo más mínimo su explicación. Esa tarde bajé a la playa y comprobé que el horizonte y el muelle eran invisibles. Caminaba sin poder ubicarme, frente a un lienzo de edificios borrosos.
-La pucha con el cambio climático -musité para mis adentros, y me fui a dormir temprano.


Al otro día desperté temprano y vi con alegría un rayo de sol atravesando las cortinas. Envié watsapp a Irene -una  amiga de por aquí- invitándola a encontrarnos en la playa. 
"Estás x acá? Qué bueno!" Fue la respuesta. Quedamos para las diez. Me puse un short de baño rosa -le dernier cri en moda masculina- y bajé al mar, aunque aún no hacía suficiente calor para bañarse. Irene llegó con su malla enteriza, y una vez más me dije que debería meterme en serio con ella. Pero los perros que la acompañaban -cuatro- me quitaron las ganas enseguida.
-Dichosos los ojos!
-Por fin un hombre de verdad!
  Solemos tirarnos flores retóricas el uno al otro, total son gratis. Nos sentamos en la arena caliente y nos pusimos al día. Ella no tiene pareja (o mejor dicho, su pareja son sus perros, y los cuatro gatos que se dejó en casa). Yo tampoco, pero no estoy dispuesto a vivir en un zoológico. Así que amigos con derechos, y gracias.
-Che, qué rara esta niebla -dije al notar que pese al sol y el cielo azul, la playa era recorrida por girones fantasmales.
-No me hables, acá muchos le tienen miedo.
La miré extrañado.
-Cómo así?
-Dicen que se lleva a la gente.
-Epa!
-A Marta,  mi amiga que tiene la boutique, le desapareció el marido.
-Se habrá ido con otra...
-No, en serio. Salió para el taller mecánico y nunca llegó. Dio aviso a la policía, pero no dan abasto, con la cantidad de gente que está desapareciendo.
-A ver... cada tanto desaparece alguien, eso es común. Gente trastornada, adolescentes que se fugan de su casa... son casos puntuales. No hay que echarle la culpa a la niebla.
-Puntuales, te parece? En la escuela las aulas están medio vacías, hay muchos comercios que no abren. Dicen que ya desapareció la tercera parte de los residentes.
   Quedé boquiabierto al escuchar esto.
-No te puedo creer...
-Vení, juguemos a la paleta. Ya no quiero hablar de esto.
  Hicimos deporte una hora, molestados por sus infaltables perros que cada tanto atrapaban la pelota y no querían soltarla. Por fin fui absuelto y pude alejarme de tan grata compañía.
-La pasamos lindo...


Esa tarde la niebla volvió a envolverlo todo. Las calles eran túneles arbóreos cerrados por un telón fantasmal. No se veían transeúntes por ningún lado. Habría desaparecido realmente tanta gente? Caminaba junto a los jardines neblinosos sintiéndome Sherlock Holmes. Divisé una luz de un bar nuevo donde ofrecían tortas de aspecto apetitoso. Quedaba fuera de la zona comercial, y ése era precisamente su encanto. Decidí sentarme a una mesa de la vereda y pedí una cheese cake. Mientras esperaba mi pedido, me pareció ver a través de la niebla unos caballos muy altos que venían tirando un carro. Cuando se acercaron pude ver que eran seis, todos blancos. Y el carro no era tal, sino un carruaje lujoso, digno de un aristócrata.
La escena parecía salida de un sueño. Pero la niebla estaba ahí, y el carruaje también. La puerta del vehículo se abrió y dio paso a un hombre majestuoso ataviado con un regio manto plateado, decorado con pieles de armiño. Su cabello y su barba blancos, y su expresión, hierática. Me recordaba a las tallas del arte religioso medieval.
El postillón se adelantó a ofrecerle una silla del bar, era un hombretón de barba tupida color marrón. Aunque alto, apenas le daba al hombro a su regio acompañante. Yo los miraba fascinado, sin comprender poco ni mucho su aparición. Si fuese en Buenos Aires, los creería salidos de una obra de teatro, pero aquí en la costa, fuera de temporada, en la calle neblinosa de un pueblo desierto.... no me lo explicaba.
El mozo que los atendió no estaba menos perplejo que yo. Intentó comunicarse con ellos, pero hablaban en un idioma indescifrable. Podía ser lapón, o ruso... el postillón fue al exhibidor y trajo dos platos con porciones de torta. El mozo les trajo té y así merendaron en silencio. De pronto el postillón lanzó una exclamación de asombro, seguida por animados comentarios en su lengua impenetrable: había pasado un auto junto a ellos. El otro, que parecía un rey, juzgó conveniente mantenerse en silencio para conservar su dignidad, pero su expresión de pasmo era bien elocuente.
-Estos nunca vieron un auto... -dije para mí mismo.
Llegada la hora de pagar, el longilíneo sacó del interior de su traje una bolsita, y ofreció una moneda dorada al mozo. El muchacho explicó que sólo aceptaban efectivo, y ambos quedaron mirándose sin comprender. Yo me acerqué y ofrecí pagar la cuenta de los forasteros a cambio de la moneda dorada. Por un momento aquellos ojos de hielo se posaron en mí, y sentí que me asomaba a otro mundo. La transaccion se completó, y los extranjeros partieron. Quedé viendo su carruaje desaparecer en la niebla... entonces miré la moneda de oro en mi mano. De un lado tenía grabado un ojo divino en su triángulo radiante; del otro había un perfil regio, y una palabra en letras cirílicas: Tartaria.


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