Necesito contárselo a alguien. A mi mujer no, ella es parte del problema. Cambiaré los nombres de los protagonistas, para evitarles enredos con la ley. El nombre del barco… elegiré por Internet uno cualquiera de los cruceros que viajan a la Antártida, en cada uno entran miles de pasajeros. Descubrirnos a nosotros sería como encontrar una aguja en un pajar… eso fuimos nosotros, entre tanta gente de todas las nacionalidades que embarcan y desembarcan de uno de estos hoteles flotantes cada quince días. A ver… Celebrity Eclipse, ya está. Es el más grande de todos, el más lujoso ¿por qué no? Y el 20 de enero hizo su primer viaje al antártico, estableciendo un récord de tonelaje para el continente austral. Así pues, diré que éste fue nuestro crucero.
Kristen y yo embarcamos un día radiante en Buenos Aires. Habíamos viajado desde Estocolmo a esta hermosa ciudad nada más que para tomar el crucero. A mí no me interesa el tango, aunque Kristen encontró muy sensual este baile, y se compró un vestido ajustado con un profundo tajo, que de verdad le quedaba bien. La primera noche estuvimos en cubierta viendo un eclipse de luna que hizo honor al nombre del barco. Teñido de rosa oscuro, el astro se me mostró por primera vez como una pelota flotante con sombras que revelaban volumen, en lugar del frío disco plateado habitual. Luego vinieron tres días de navegación, durante los cuales probamos todas las delicias del buffet y exploramos los recovecos más divertidos del barco: la mesa de pin pon en un ángulo del piso 15 con vista al mar; la boîte donde se baila en silencio, con auriculares que permiten elegir el ritmo a piaccere; la exposición de pinturas; las vitrinas con una docena de auténticos Fabergé, huevos convertidos en joyas…
Un día estábamos en las tumbonas junto a la piscina cubierta, cuando una pareja nos pidió permiso para usar las que estaban al lado de cada uno de nosotros, pues eran las únicas libres. Así conocimos a Olof y Gretchen, suecos de Estocolmo, como nosotros mismos. De inmediato congeniamos, pues Olof es fan de los cómics, al igual que yo. Su ídolo es el recientemente fallecido Stan Lee, creador de Spiderman y X Men, entre otros personajes. Yo le confesé mi atracción por la dama de Los Vengadores y Gatúbela. “Fetichista”, comentó Olof entre risas, y no deja de ser cierto. Del otro lado, Kristen y Gretchen también habían pegado la hebra, y no paraban de descubrir coincidencias entre nuestros matrimonios. Ambas parejas llevábamos 32 años de casados y tanto Kristen como Gretchen habían dado el sí a los 20. Ellos tenían dos hijos, y nosotros cuatro. El mayor mío se llama Olof, igual que mi nuevo amigo. Quedamos en vernos más tarde, pero esa noche nos desencontramos y al día siguiente el barco paró en Ushuaia, donde nos fuimos a pasear solos a nuestro sabor. Frente al glaciar Martial, en la base del teleférico, nos cruzamos fugazmente con Olof y Gretchen, para volver a separarnos como meteoros errantes. Pero el crucero era nuestro centro de gravedad, por lo cual nos encontrábamos de nuevo en los momentos más imprevistos: en el ascensor, elegantemente vestidos para el teatro; o en un escondido salón de fumar, tras una mañana brumosa en cubierta soportando ráfagas heladas frente al Cabo de Hornos. Este lugar tenebroso, con sus rocas desnudas bañadas por un mar embravecido, cuadra perfectamente con su situación geográfica extrema, pues reina allí una atmósfera casi permanente de fin del mundo. Un guardafaros chileno vive allí con su mujer y sus hijos… y yo me pregunto qué impresiones quedarán grabadas en el ánimo de esos niños. ¿Podrán vivir en la ciudad cuando crezcan, sin sentir el llamado de las soledades?
Cavilaba ensimismado en estos interrogantes, mientras Olof me hablaba de su clase de cha cha cha. Kristen y Gretchen chusmeaban que daba gusto, mientras los cuatro compartíamos una partida de dados a la cual nadie prestaba atención. Ni loco me junto con éstos mañana en el sauna finlandés –pensé- prefiero estar en cubierta viendo el barco aproximarse a la Antártida. Y así fue que al día siguiente cada cual hizo su gusto, que para eso nos habíamos subido al crucero.
Si tuviese que ilustrar lo que significa para mí la palabra “gloria”, elegiría este día. A las 11 estaba en cubierta a despecho del frío, vestido con mi camperón antártico. Se nos había dicho que llegaríamos al continente a las 13 horas, pero yo no quería perderme la primera impresión. Además, mientras desayunábamos en el buffet vidriado del Ocean View vi a lo lejos un témpano, tan alto que me pareció un peñón emergiendo del mar. De inmediato salí disparado hacia la cubierta, porque comprendí que empezaba la acción. Kristen había quedado en encontrarse con nuestros amigos suecos para disfrutar el calor del sauna. Yo en cambio quería sufrir el frío antártico en carne propia. Y no tardé mucho en comprender, puesto a la proa del barco, que se me congelarían las orejas si no usaba la capucha. Junto a mí se había apostado un norteamericano con binoculares, quien hacía su primer crucero. Evidentemente era un enamorado de la Antártida como yo. Juntos estuvimos observando un témpano cuadrado muy alto sobre el cual se veía un objeto negro. No podía ser un faro por razones obvias, ni tampoco un elefante marino, pues era demasiado alto. Mientras avistábamos otros témpanos seguíamos vigilando este misterioso objeto, que tardó más de media hora en revelar su secreto. Alcanzada la perspectiva adecuada, pudimos ver que no era un solo témpano, sino dos apenas separados por un filo de luz.; el de atrás tenía una aguja de hielo sobresaliente cuya arista en sombras semejaba un faro. Yo tenía las manos congeladas por sostener el celular y me ardían las orejas. Persistí en mi puesto de vigía sin embargo.
Continué observando los témpanos distantes que flotaban hasta el horizonte, cubierto por una alta cortina de bruma blanca. Entonces vi algo inesperado: ¿un pico de hielo altísimo, asomando tras las nubes? Tardé un instante en comprender que estaba viendo la Antártida, y una alegría profunda invadió mi corazón. ¡Tierra a la vista!... grité por dentro, como Rodrigo de Triana, pues era para mí la primera visión de un continente anhelado. El cielo se había ido despejando, y ahora era un domo azul diáfano contra el cual destacaban las primeras cimas nevadas de la península antártica.
Bajé corriendo a buscar a Kristen, y me encontré con Olof aburrido en el estar del sauna. Por suerte ella ya salía. Fuimos a buscar la cámara y prendas adicionales al camarote y volvimos a cubierta: ya la cordillera nívea se mostraba en todo su esplendor ante nosotros, por ambas bandas del barco. Corríamos por los puentes sacando fotos, atropellándonos con los demás pasajeros, en un torbellino maravillado. ¡Ballenas! gritaba uno y ahí íbamos todos. Un buque de investigación se cruzó con nuestro barco, pero ninguno hizo sonar la sirena para no espantar a la fauna marina. Pasamos muchas horas de pie, hipnotizados por los hielos, recorriendo el barco como un carrusel en busca de la mejor toma. El clima nos había bendecido y los témpanos brillaban como diamantes sobre el mar azul. Bajo la línea de flotación mostraban un turquesa claro, muy hermoso. La cadena montañosa se internaba en el continente como una cerrada fila de penitentes blancos. Yo empecé a sentir el hechizo de aquellas soledades, mezclado con un desasosiego indefinible. Nunca había estado en un país donde uno sabe positivamente que no encontrará a nadie, por más desfiladeros y quebradas que atraviese. Siempre el mismo desierto helado, expulsando a los intrusos con el rigor de su clima y su esterilidad implacable. El ser humano ha hecho pie en la Antártida de forma precaria, pero no ha logrado echar raíces allí. Todo lo más, ha establecido bases científicas con personal transitorio, que no ve la hora de ser reemplazado e irse. Nadie vive de verdad ahí.
A media tarde decidimos tomarnos un break y sentarnos a comer en el buffet del Ocean View. Para nuestra grata sorpresa, los vidrios panorámicos permitían ver los montes nevados y los témpanos que nos rodeaban tan bien como en cubierta. “Esta nave es fabulosa –pensé- uno sigue viendo el paisaje mientras come”. El barco se detuvo frente a Bahía Paraíso, y allí estábamos nosotros, tomando el postre en el balcón de popa. Yo no sabía si era más blanca la crema chantilly o la nieve… Luego subimos al estrecho mirador del piso 15 a jugar al pin pon, mientras los pináculos y farallones nevados del estrecho de Gerlache desfilaban a sendos costados de la nave.
Ya eran las siete de la tarde y el sol no cedía. Por la amurada de babor asomó un témpano parecido a una casita con la puerta abierta. Flotaba a la deriva ante la cordillera nevada, como un recordatorio de la fugacidad de las construcciones humanas en ese reino último. La casita de hielo se fundiría, y sólo quedarían las montañas blancas, indiferentes al patetismo de esa tragedia ínfima. Nos retiramos al camarote pasadas las ocho, pues ya el frío se hacía sentir en cubierta. Cambié mi camperón por un saco de pana y Kristen el suyo por un vestido elegante, y nos fuimos a cenar al Moonlight Sonata. Esa noche nos sirvieron langosta, como celebración del punto más austral tocado en nuestro viaje. Después tuvimos nuestra función de teatro, pero al salir de ella comprobamos con sorpresa que el sol aún no se había puesto. Eran las 22:05 cuando se hundió en el horizonte, dejando un rubor frío sobre el paisaje nevado.
Nos fuimos a tomar café al Ocean View, donde encontramos una mesa totalmente sueca: Olof, Gretchen y una familia entera de Malmö. Contamos chistes malos hasta la medianoche, cuando quise salir una vez más a cubierta. Un apagado resplandor amarillo ocupaba por entero el horizonte, entre el mar oscuro y un tapiz de nubes negras. En esa franja de luz tenue aún era posible distinguir las montañas últimas de aquella abandonada soledad. Fue la impresión final de aquel día interminable, y tal vez la más fuerte. Me imaginé perdido allí, como un náufrago desterrado para siempre del contacto humano. Kristen tomó mi mano con suavidad y me llevó a dormir.
Temo no ser preciso al relatar lo que sigue. Mis recuerdos son confusos y casi deseo que sigan siéndolo. Porque cuando uno recuerda una pesadilla prefiere olvidar. Debo aclarar que yo nunca fui sonámbulo, y lo que recuerdo es precisamente eso, unas excursiones sonámbulas que no pueden haber ocurrido. Prefiero creer en una pesadilla infame, algo así como una compensación por la maravilla que nos había brindado el día. Aunque fue tan vívida como el infierno. Lo que recuerdo es lo siguiente: nos habíamos ido a dormir a nuestro camarote, y la siguiente imagen que viene a mi mente es la de Gretchen en camisón, avanzando a los tropiezos por el pasillo, seguida de Olof dormido. Nosotros los seguíamos sin ninguna lucidez, tanteando las paredes. Llegamos al ascensor y nos quedamos esperándolo, como cuando íbamos al teatro. Olof tenía los ojos cerrados, pero apretó el botón para llamarlo correctamente. Cuando llegó, entramos los cuatro e hicimos el viaje hasta el piso 12 en silencio. Todos teníamos los ojos abiertos, excepto Olof. Kristen y Gretchen parecían dos estatuas con las pupilas fijas.
Las puertas automáticas se abrieron y todos salimos sosteniéndonos unos a otros como ciegos. La cubierta estaba vacía y allá lejos persistía un apagado resplandor amarillo en el horizonte. Nos recostamos en las tumbonas pese al frío y allí permanecimos un buen rato, aparentemente dormidos. Dos mil novecientos pasajeros no pueden permanecer en sus camarotes como niños buenos, siempre hay alguien insomne que sale a tomar el fresco. Ese alguien era un señor norteamericano setentón, muy alto y con una panza fláccida vencida por la gravedad e incontenible para un cinturón al que hacían falta varios agujeros extra.
-Betes de nobución –pronunció Olof, o algo parecido.
-Miércoles o jueves –respondió Kristen, quien aún en sueños no pierde su sentido de la responsabilidad.
-Vo te jemel inoscuándo –farfulló Gretchen inquieta.
-Cuando temer deporavó –me oí decir sin sentido, aunque con perfecta lógica a mi modo de ver.
-Deporavó inoscuándo –repuso Gretchen.
-Miércoles o jueves –respondió Kristen, coherente consigo misma.
-Betes cuetes madame Lagarte, ondo monetario –terció Olof, quien es economista.
-Ordog valabism… -me oí decir sin querer.
-Gordo valabism… -apoyó Gretchen entusiasmada.
-Valabism… -confirmó Kristen.
-Valabism… -confirmó Olof.
-¡Tekeli li! –chilló Gretchen, desorbitada, y los cuatro nos levantamos al unísono de las tumbonas, acercándonos al norteamericano insomne, quien se sobresaltó al sentirnos a su lado.
Con perfecta coordinación Olof y yo lo tomamos por el cinturón y las mujeres empujaron; el hombre quiso resistirse, pero su alto centro de gravedad conspiraba en su contra. Cayó por la borda con un grito patético, yendo a hundirse en las aguas oscuras; aunque dormidos, los cuatro nos asomamos para ver la salpicadura blanca doce pisos más abajo. Olof no abrió los ojos, pero sonrió al escuchar el chapuzón.
Luego nos recostamos de nuevo en las tumbonas, tiritando. Dormitamos una hora, tal vez. Por fin apareció otra figura en cubierta, llevada allí por el insomnio. Se trataba de una vieja con bastón, muy brava a pesar de su aspecto achacoso. Norteamericana o canadiense, si no me falla el don de gentes.
-Würno dobel nocturno –emergió Olof de su sopor.
-Mmm, no… no te doy permiso –repuso Kristen, mandona como buena maestra.
-Lo de que se dijo no sé que se te que –aclaró Gretchen, didáctica.
-Yo no te doy permiso –repitió Kristen sin dar el brazo a torcer.
-Mandokán tigre de la afasia –aporté para mayor claridad.
-Odorono con honor –remarcó Olof salvando su olor.
La señora con el bastón se acercó a nosotros, deseosa de compañía en esa noche desolada y fría. Temblaba como una hoja.
-Vieja valabism –pronuncié sin querer queriendo.
-Viejchot valabism –sobreactuó Olof.
-Valabism –confirmó Gretchen.
-Valabism –sentenció Kristen.
-¡Tekeli li! –saltamos todos a la vez, mientras salíamos disparados de las tumbonas hacia la jubilada que nos miraba incrédula. La tomamos por las cuatro extremidades y la hamacamos mientras gritaba de terror… un último vaivén, y a volar por sobre la amurada hacia el mar antártico, negro y helado como un cuchillo.
Terminada esta ordalía, volvimos mansamente a los camarotes, donde nos acostamos de nuevo sin habernos despertado.
El día siguiente amaneció nublado y con llovizna. En cubierta no se veía a más de cincuenta metros del barco debido a una niebla pertinaz, salida de la nada misma. “Menos mal que esto no ocurrió ayer”, pensé recordando el maravilloso paisaje que habíamos dejado atrás. Y el aserto valía también para ciertos recuerdos que yo juzgaba producto de una pesadilla. Kristen estaba melancólica, lo cual daba mayor encanto a sus ojos verdes asomando entre la bufanda y el gorro de lana. El barco navegaba ya lejos de la península antártica en dirección a las Shetland del sur. Olof y Gretchen no se veían por ningún lado, pues tenían camarote VIP y frecuentaban otro restaurante. Nos recostamos a leer en las tumbonas de la piscina cubierta cuyo domo vidriado mantenía un clima agradable dentro. Aunque el barco no parecía moverse mucho, altas olas barrían la piscina de un extremo a otro, amenazando matar algunos jubilados incapaces de sostenerse de pie.
Las horas pasaban sin variación y yo me preguntaba si nuestro destino sería convertirnos en una nave fantasma, navegando eternamente en la niebla. A la una de la tarde sin embargo, la niebla se levantó de repente y todos corrimos a cubierta para observar un paisaje extraordinario: doce glaciares dispuestos en abanico ocupaban todo nuestro campo de visión, derramándose hacia el mar entre oscuras montañas. Estábamos frente a la isla Elefante, la más septentrional de las Shetland del sur. Los altavoces contaban que aquí permanecieron cuatro meses y medio los hombres de Shackleton luego de su naufragio, hasta que los rescató un navío chileno. El mismo Shackleton buscando ayuda en un bote había ido a parar a las Georgias, a más de mil kilómetros hacia el este. Claro, el tipo se fue a dar un paseo…
Debieron cazar focas, además de pescar, pues la isla no ofrece recursos en su interior. Hoy día permanece por completo deshabitada, pues los glaciares ocupan el 80% de su superficie. Una vez más, estábamos ante una tierra desolada y yo volví a sentir esa sensación indefinible, mezcla de fascinación y desasosiego, que me turbó frente a la península antártica. Algo en mí quería quedarse ahí, abandonado para siempre. Permanecimos dos horas sacando fotos y avistando ballenas, y luego el capitán puso proa al norte. Apenas nos alejamos de la isla Elefante, la niebla volvió a cerrarse sobre el barco. Una vez más, los espíritus del aire estuvieron de nuestro lado.
Esa noche volví a tener una pesadilla. Quiero decir, Kristen y yo volvimos a ser sonámbulos. Salimos a tientas por el pasillo hasta el palier del ascensor, donde esperaban Olof y Gretchen inmóviles. Dormidos. Los ojos de Gretchen como platos. Olof con una sonrisa enigmática y los párpados cerrados. Me dijo “Bienvenido Fridtjof”. Ese es mi nombre, y a quien no me crea, allá él. Entramos los cuatro en el ascensor, y Olof –quien era el más lúcido, pese a no ver- palpó los botones y apretó el piso 12. Alguien hubiese debido fotografiarnos mientras subíamos en silencio, como muertos vivos. Los ojos de Kristen adquirieron un tono casi plateado.
Las puertas giratorias se abrieron y salimos a cubierta. Lejos, sobre el mar, la luz dorada en el horizonte se resistía a morir. Nos recostamos tiritando sobre las tumbonas. Pasaron dos tripulantes junto a nosotros, pero en un crucero cada cual va a lo suyo. El frío mordía en las orejas, ya mi lóbulo empezaba a ponerse negro. Kristen por suerte se protegía con el pelo. Ya se sabe, las mujeres están mejor preparadas para todo.
…Sin despertar, esperando. Por la cubierta de babor (espero aprecien mi erudición marinera), por la cubierta de babor, digo, apareció un hombre en silla de ruedas. La manejaba cómodamente, pues tenía motor. Vino rápido hacia nosotros, pasó junto a Olof y fue a estacionarse unos metros más allá, contemplando aquella luz del horizonte que no quería extinguirse.
-Hermoso Hermógenes es mi hermano -Olof se removió en su tumbona y siguió durmiendo.
-Mom se de gor la do te pop –Gretchen parecía solfear en escala pentatónica.
-Era tu madrina la que vino –Kristen hablaba a no sé quién.
-¡Redoblona para míster Brown! –anuncié con voz de crupier.
Siguió el silencio. Olof cabeceaba, Gretchen abrochaba y desabrochaba el botón de su camisón, Kristen miraba fijo un punto invisible, como los gatos. Todos esperaban mi orden. Yo debatía con mi propia conciencia, si me quedaba alguna.
-Míster Brown valabism… -pronuncié fatalmente, como quien lee un veredicto.
-Motherfucker Brown valabism –exageró Olof, haciendo leña del árbol caído.
-Valabism –asintió Gretchen con entusiasmo.
-Valabism –remató Kristen, inapelable.
-¡Tekeli li! –coreamos al unísono poseídos por la euforia, abalanzándonos acto seguido sobre nuestra víctima.
El tal Brown tenía fuerza en las manos, fruto de un tenaz ejercicio con su silla de ruedas. Luchamos inútilmente por alzarlo, pero él se aferraba a la silla con todas sus fuerzas. Optamos entonces por levantarlo con silla y todo, yendo hacia la baranda final como una procesión que lleva en andas a un santo. Y tal vez fuese eso, pero para alcanzar el cielo en espíritu, míster Brown debía dejar su cuerpo en las profundidades del mar. Voló con silla y todo hacia el abismo, y ya no le vimos más, aunque sus gritos quedaron resonando en nuestros oídos un rato largo. Incluso me parecía oírlos mientras bajábamos de regreso a nuestros camarotes, para seguir durmiendo como Dios manda.
El barco seguía su curso, imperturbable. Navegamos un día entero alejándonos de las Shetland. Yo me fui poniendo taciturno a medida que recordaba con mayor nitidez mis pesadillas. Kristen no parecía inquieta o fingía no estarlo. No me apetecía encontrarme con Olof y Gretchen, y con cualquier excusa evitaba encontrarlos. Al paso de las horas las dudas misericordiosas dieron lugar a una negra certeza. Habíamos asesinado a tres personas. Porque sí. Claro está, uno es inimputable por lo que hace en sueños. Cualquier tribunal nos exoneraría, considerando las circunstancias… ¿seguro? Vamos Fridtjof, eres abogado. Las cárceles están llenas de inocentes. Y tú eres inocente sólo a medias. La delgada línea que va de la vigilia al sueño, de la lucidez a la locura, ningún juez sabe determinarla con claridad. Si confiesas, adiós vida libre. No. Hay que disimular. Tu libertad está en juego. Pensemos: de noche nadie ve los cuerpos que caen por la borda. Al otro día alguien nota una ausencia en el camarote, pero hay muchas posibilidades: el fulano se fue a dormir con la vecina, o bien pasó la noche jugando en el casino, o… se quedó dormido en un sillón, en uno de los tantos recovecos del barco. Eso es, nada de asustarse, señora, su marido va a aparecer.
Pero tras 24 horas la angustia crece. Mr. o Mrs. Unknown siguen sin aparecer. Y la tripulación recibe otra denuncia, y otra más: ya son tres los desaparecidos, y el barco no ha tocado puerto desde hace días. En estos precisos momentos, el jefe de seguridad del crucero estaría labrando un sumario y poniendo en marcha la investigación. Cabía descartar un anuncio por los altoparlantes del estilo “This is the Captain: three passengers are missing, probably murdered. All passengers and crew will be questioned…” Celebrity cruises no opera así. El placer total de los pasajeros está garantizado. Causar pánico o preocupación entre el pasaje sólo serviría para hundir a la empresa y ahuyentar a sus clientes de todo el mundo hacia la competencia apenas se corriese la voz de lo ocurrido. Así que discreción. Investigación disimulada. Y una generosa indemnización a los deudos, aparezcan o no los asesinos. Quédate tranquilo Fridtjof, no hallarán a los culpables a menos que demos un paso en falso.
Guié a Kristen hacia los lugares más mutitudinarios del crucero, evitando los rincones tranquilos donde podrían abordarnos para un interrogatorio discreto. A las 19 horas bajamos a nuestro camarote para cambiarnos e ir al teatro. En el pasillo nos cruzamos con un oficial hablando por su móvil con cara de preocupación. Capté al pasar la palabra “missing” y algo así como “two couples”, pero no estoy seguro de esto último. ¿Tendrían nuestra descripción? tal vez los nervios me jugaban una mala pasada.
Fuimos al teatro, aplaudimos a no sé quién, luego cenamos con unos agradables compañeros de mesa brasileños. Pasadas las diez me asomé a cubierta para testear el clima, pues nuestro desembarco en las Malvinas –prefiero llamarlas así pues los latinoamericanos me resultan simpáticos- dependía del oleaje. Apenas asomé la cabeza por las puertas corredizas sentí un viento huracanado como nunca en mi vida. No me atreví a salir, por miedo a que me barriese como un papel y me hiciese caer por la borda al mar infinito. Extrañamente, vi a alguien agazapado en una tumbona bajo unas mantas, durmiendo o fingiendo dormir. Estaban vigilando. Lo cual me recordó que debía evitar cualquier excursión sonámbula mía o de Kristen a cubierta. Una vez en nuestro camarote, trabé la puerta y me puse a leer para no dormirme. Kristen cayó pronto en el sueño, según su costumbre, y todo estuvo tranquilo hasta las dos de la mañana. Entonces se removió inquieta en la cama, pronunciando claramente:
-Ya estamos lejos.
Tras esto adquirió una expresión plácida y se volvió a dormir hasta el amanecer. A las siete nos levantamos para tomar los lanchones a Port Stanley, pues el barco era demasiado grande para entrar a puerto. Miré ansiosamente entre la gente por si aparecían Olof y Gretchen. ¿Habrían salido de su camarote durante la noche? A punto de embarcar en el lanchón los vi aparecer con alivio al fondo de la cola. Todo iba bien.
Desembarcamos en Port Stanley los primeros, y tras hacer algunas fotos de la ciudad llegaron nuestros amigos. Nos fuimos juntos a pie hasta una pingüinera distante siete kilómetros. Yo me sentía aliviado de estar lejos del crucero y los ojos vigilantes de los guardias. Ninguno de mis compañeros hizo referencia alguna a pesadillas, y todos parecían de buen ánimo. Mejor así. De camino hallamos a un niño kelper de unos trece años, todo ojos azules y retraimiento en sí mismo. Nos indicó con timidez cómo llegar a nuestro destino y volvió a su mundo hermético. Más adelante llegamos hasta un alto poste lleno de carteles que indican la distancia a todas las grandes ciudades del mundo, nostálgico recordatorio para quienes aquí viven de su aislamiento. Por fin arribamos a la pingüinera, una playa de agua verde donde vagaban perdidos unos pocos pingüinos. “Estas son las Malvinas pues –me dije- por cuya posesión murió casi tanta gente como en Troya”. Regresamos por un camino más corto, bordeando una laguna donde se pudrían algunas barcazas abandonadas. Un granizo repentino nacido de la nada nos golpeó, a nosotros solos. “Me lo tengo merecido”, pensé mientras las balas de hielo golpeaban mi cara. Cesó de improviso, como había empezado, y reemprendimos la marcha por el paisaje árido.
A media tarde regresamos a Stanley y nuestra pareja amiga embarcó de vuelta en el crucero, mientras nosotros alargábamos aún el paseo por Thatcher drive hasta el monumento a los caídos británicos en la guerra de 1982. “To those who liberated us” reza una inscripción tallada en un pilar rodeado por placas con los nombres de los fallecidos, al pie de los cuales se depositan flores.
Nos sumamos a la cola multitudinaria que regresaba al crucero; yo me alegré de que no fuésemos “two couples” hablando sueco entre tanta gente. Mostré mi tarjeta de embarque al entrar a la nave y se prendió una luz roja, al tiempo que sonaba una alarma. Debo haberme puesto blanco, pero aguardé en silencio mientras un sudor frío me corría por la espalda. Rato después el guardia nos indicó que pasemos, restando importancia al incidente ocasionado por una falla técnica. Casi infartado volví a mi habitación y me tumbé en la cama. Ya no estaba disfrutando del crucero.
Poco más debo contar. El barco cumplió su itinerario haciendo escalas en Puerto Madryn y Montevideo, para arribar finalmente a Buenos Aires. Olof y Gretchen permanecieron a nuestro lado en cubierta mientras todos desembarcaban. Éramos “two couples” esperando el último turno de desembarco, tomando sol junto a la piscina. Yo casi no sentía miedo, pero sí una gran impaciencia. Por fin llamaron al número mágico -33- y abandonamos para siempre el barco.
Al día siguiente Kristen y yo volamos de regreso a Estocolmo. Mientras veía las nubes por la ventanilla del avión, vino a mi mente el recuerdo de aquel horizonte dorado en la medianoche antártica que tanto me había impresionado. ¿Y si…? es sólo una suposición, claro. Una sugestión, dirían los sicólogos. Sea. ¿Y si hubiésemos obrado a su influjo? ¿Si aquellas soledades profanadas por nuestra presencia hubiesen reclamado el sacrificio para lavar la mancha en su pura blancura de hielo y nieve? Nuestra locura sonámbula duró dos noches, mientras estuvimos a la vista de aquel horizonte divino donde el sol no se pone un día al año. La tercer noche cesó, al poner el barco proa al norte.
“Ya estamos lejos”, dijo Kristen en sueños. Así es, pensé con alivio y al mismo tiempo con algo parecido a la nostalgia: “estamos lejos”…