Brillos nocturnos



   Soy un cazador de ovnis. Mis actividades comenzaron en 1996, cuando conocí a quienes habían de ser mis compañeros de correrías en el campo de lo invisible: Aníbal Lapa y Max Tafur. Nos conectamos a través de una red creada por un griego quijotesco llamado Stavros Ionidis, en la era pre-Internet. Stavros llegó un día a casa con su amiga, muy expeditivo, manifestando andar en busca de “personas interesantes” para incluirlas en su lista de contactos latinoamericanos. Las personas interesantes, para él, eran los aficionados a la ovnilogía, al budismo, al zen, a toda clase de delirios new age.
   Inmediatamente acepté, pues me atrae el abismo. Stavros sacó entonces de su cartera unas veinte o treinta hojas manuscritas, repletas de nombres y direcciones. Había allí gente de todas clases, desde Fabio Zerpa hasta una ex vedette del Maipo, convertida a la meditación… nadie había escapado al acucioso registro de Stavros. Incluso figuraba en su lista Aldo Ottolenghi, viejo escritor ignorado cuyo estudio sobre la estatuilla de Fawcett yo había leído.
   La red esotérica latinoamericana funcionaba de esta manera: en cada país había un “recibidor” –término acuñado por Stavros, cuyo español dista de ser perfecto-, quien debía reportar los principales acontecimientos de interés en el campo de lo oculto a la redacción en Atenas. Cada tres meses circularía una revista, compilando dichas novedades. Como se ve, nada de penetración cultural yanki en el proyecto de Stavros: ¡hegemonía griega!
   El “recibidor” designado en Argentina, a la sazón, era Max Tafur. Nos conocimos durante una multitudinaria reunión en su departamento para despedir a Stavros, quien partía a Grecia. Max era por entonces un médico recién recibido de origen peruano, interesado especialmente en los casos de abducción. Inmediatamente congeniamos, y mantuvimos el contacto más allá de esa reunión, tan concurrida como fugaz. Durante los días siguientes crucé varios llamados con él y con Aníbal Lapa, quien había sido el anterior “recibidor” de Stavros. Acordamos reunirnos los tres en casa un sábado a la noche, para definir las actividades de la red esotérica.
   Max llegó con su mujer –Patricia- y un dulce peruano cuyo nombre no recuerdo –riquísimo. Aníbal apareció con Marcelina –y una tarta vegetal de rechupete. Cris había hecho unas empanadas deliciosas, de modo que nada faltó para una velada memorable. Todos teníamos algo nuevo para contar a los demás, empezando por las actividades de cada uno en el campo de la ovnilogía: Aníbal había colaborado en Cuarta Dimensión, la mítica revista dirigida por Fabio Zerpa. Era amigo personal de Héctor Antonio Picco, el conocido investigador de lo oculto, ahora radicado en Capilla del Monte. Había asistido a conferencias de Sixto Paz Wells, y estaba al tanto de cuanto ocurría en materia de ovnilogía en el Cono Sur.
   Max, por su parte, conocía la literatura sobre abducciones al dedillo; mantenía en reserva su pensamiento íntimo sobre los distintos aspectos del fenómeno ovni, mostrándose tan profundo y ambiguo como Jacques Vallée. Yo no tenía pergaminos para mostrar, ni posición tomada sobre una cuestión que –debo reconocerlo- al principio me excedía. Sentía sin embargo curiosidad, y una pizca de confianza en mí mismo, para llegar a aportar algún día una visión más clara sobre materia tan oscura e inasible.
  Durante la conversación -que fue larguísima- se habló poco de la red esotérica, y mucho de las presencias invisibles en la vida humana, manifiestas aquí y allá de manera equívoca. Obviamente salió a relucir el tema Victoria, donde cada año se avistan un número inverosímil de ovnis. Se rumoreaba que el mismísimo Neil Armstrong había acudido a esa pequeña ciudad entrerriana, convertida en la Meca de los ufólogos. Se había alojado –junto con un pequeño equipo de la NASA- en la abadía benedictina, durante al menos una semana. Eso fue por 1991, época en que la prensa se hizo eco del fenómeno. Después, los avistamientos continuaron, pero los medios nacionales prefirieron silenciar el asunto.
-Yo estuve en Victoria justamente ese año –intervine, al tiempo que servía vino tinto en las copas de mis amigos-. Cristina tiene parientes allá, y fuimos de visita. A la noche, en la costanera, se veía a la gente tomando mate, esperando ver a los ovnis. No se hablaba de otra cosa: en la heladería, en la farmacia, uno captaba retazos de conversación excitada sobre los “platos voladores”…
-¿Y vos viste algo? –preguntó Aníbal, deseoso de obtener un testimonio de primera mano sobre la famosa oleada de apariciones.
-Sí, algo vi… una noche fuimos a cenar al Club de Pescadores, donde Oscar –el tío de Cris- trabajaba de cocinero. Cuando salimos del restaurante miré para arriba, por la costumbre adquirida esos días, y vi… algo que me alarmó. Era un halo luminoso, del tamaño de la luna llena, desplazándose a gran velocidad. Parecía envolver un objeto invisible, esa impresión daba. Sólo se percibía la aureola exterior de fuego pálido…
   No tuve tiempo de avisarle a los demás: cuando miraron hacia arriba, ya había desaparecido. Pero una chica andaba cerca con su novio y también lo vio, de modo que no fue una alucinación. Habrá durado quizá dos segundos…
-¡A la perinola!
-La noche siguiente –tomó la palabra Cris- fuimos con Oscar a la cima del cerro de La Matanza, donde suelen verse luces. Gabriel tenía dos años, Verónica era un bebé. Nos quedamos adentro del auto esperando a los ovnis, pero no pasaba nada. Todo alrededor nuestro había vacas, de pronto se acercaron a curiosear, una llegó a lamer los vidrios del auto. Entonces Gabi me dijo: “Mamá, ahí tán los extratedestres”…
-Claro, tal vez habían poseído telepáticamente a los animales…
-¡Y al otro día se encontraron las vacas mutiladas!
-Paren, che, no se den tanta cuerda…
   La conversación siguió en ese tono hasta las seis de la mañana, en que nos despedimos cansados pero risueños, prometiendo volvernos a ver. Había nacido una amistad, basada en la común fascinación por lo invisible.

   A lo largo de ese año menudearon las reuniones de la red esotérica. Por sugerencia de Aníbal, a cada reunión se invitaba un disertante para tratar un tema particular: seres elementales, el reino subterráneo, las enseñanzas de Castaneda, etc. Pronto se nos sumó más gente: Silvia –amiga de Aníbal-, Lorena, Rodrigo… pero quienes dieron un toque oriental al grupo fueron Jorge Maldonado y su mujer, Graciela.
   Cuando nos reunimos en su casa quedé asombrado al ver –y sobre todo al oír- a su mascota, un mirlo mayna de la India llamado Horus. No más entrar yo a la habitación donde se encontraba su jaula, oí un “Hola, amigo”, pronunciado con voz ronca y grave. Inmediatamente busqué la radio portátil de donde provenía la voz, pues no podía creer que ese pájaro negro con dos rayas amarillas saliendo de sus ojos fuese el emisor. Sin embargo, mantuve toda una charla con él. “Hola”, respondí a mi interlocutor plumífero.
   “Me llamo Horus”, me espetó aquel ser inverosímil. “Hola Horus”, respondí atónito. “Hola Horus”, contestó él, imitándome. “No, mi nombre es Demetrio”, corregí. Silencio. Al rato, sin embargo, oí “¿Cómo te va, Horus?” Atontado, opté por marcharme y volver a la reunión. Mas cuando salía de la habitación, oí distintamente “Chau, Horus”.
   Este animal increíble no respondía a la voz de los niños y las mujeres: sólo contestaba a los hombres, cuya voz imitaba a la perfección. Por pedido de mis hijos, lo trajeron a la siguiente reunión celebrada en casa, y así se convirtió en un espíritu tutelar de nuestras tertulias.

  Aquella fue para mí una época de iniciación en los misterios de lo sobrenatural. No sospechaba la variedad de manifestaciones extrañas que conviven con la realidad más prosaica de nuestro diario existir. Pues no sólo estaban los ovnis, había todo un zoológico fantasmal asomando subrepticiamente el hocico por los intersticios de nuestra vida. El chupacabras, por ejemplo, cuyos desmanes centroamericanos cubrían de horror la prensa extranjera. ¿Tenía alguna relación con el hombre-polilla? ¿Y con el Diablo de Jersey, ser bípedo con alas y rostro de caballo?
   Si uno aceptaba a los alienígenas ¿porqué no aceptar a Nessie? ¿Y a Nahuelito? ¿Y a Ogopogo? Tanto valían los testimonios a favor de unos como de otros. ¿Y el cuero del agua? Ese sí era siniestro. Una alfombra con largas uñas cobrando vida para atrapar a los incautos y llevarlos al fondo del lago… caramba, uno no podía estar tranquilo ni a orillas de un hermoso lago en el sur…
   Hacía falta un principio unificador para tanto suceso anómalo, pero de momento no lo hallaba. Se especulaba con ósmosis dimiensionales, con umbrales del espacio-tiempo atravesados por seres prehistóricos, con hologramas, con materiales invisibles…
   Pero por sobre la dificultad de explicar los aspectos físicos del fenómeno paranormal, estaba el absurdo irreductible de unos seres que invaden nuestra realidad sin razón alguna, para hacer nada, sólo para mostrarnos nuestra crasa ignorancia acerca del universo. La paranoia jugaba un papel importante a la hora de especular sobre las intenciones de los alienígenas, y podía atribuírsele no poca incidencia en los mensajes de los Hombres de Negro.
   Nuestro grupo, por suerte, estaba a salvo de eso; examinábamos con espíritu abierto cualquier conjetura, aunque sentíamos poco entusiasmo por las teorías más toscas sobre naves extraterrestres de metal y agentes de la CIA ocultando cadáveres de sus tripulantes caídos en Roswell.

   Max tenía un amigo llamado Pablo Warmkaraut, quien organizaba viajes a Victoria para contactar extraterrestres. Era un pionero del turismo alienígena. Solía juntar media docena de pasajeros en su combi blanca y partía hacia la aventura. También conducía un programa radial sobre ovnis desde una emisora suburbana.
   Una noche nos juntamos Max, Aníbal y yo, y emprendimos viaje a Haedo -o Villa Ballester, ya no recuerdo bien- para participar en el programa de Pablo. Llegamos tarde, después de la una. La radio funcionaba en un edificio en construcción, o mejor dicho, un armazón abandonado, con sólo una planta habilitada. Subimos las escaleras hasta el tercer piso y nos presentamos por sorpresa ante nuestro amigo, quien se encontraba en plena emisión. Sonrió y nos invitó a tomar asiento junto al micrófono, mientras continuaba hablando.  Pablo era un conductor bien dotado, con una voz agradable y modulada. Enseguida improvisó una presentación, refiriéndose a nosotros como investigadores avezados del fenómeno ovni, invitados al programa para relatar nuestras experiencias.
   No era ocasión de mostrarse tímido, y así cogimos la posta al vuelo para animar el programa. Max relató un caso de abducción de uno de sus pacientes, quien al parecer presentaba un implante en el brazo, producto de la misma. El caso era confuso, y Max le sumaba misterio con sus declaraciones ambiguas. Tras una tanda de avisos, la charla se orientó hacia los avistamientos en Victoria, especialidad de Pablo.
   Yo conté entonces mi fugaz visión frente al Club de Pescadores; Pablo estaba orondo de poder presentar en su programa a “un testigo presencial de la gran oleada”, según sus propias palabras. Tuve que resistirme a la tentación de adornar mi testimonio escueto con cualquier exageración…
   A su turno, Aníbal narró su propia experiencia en el Uritorco, donde observó durante media hora una luz pulsante, inmóvil en la oscuridad. Pensó al principio en una antena enclavada en la montaña, mas unos relámpagos mostraron que en ese punto no había montaña alguna. La luz siguió pulsando, inmóvil en el vacío y sin origen visible, burlando cualquier explicación: ¿un satélite? Imposible, no podría permanecer tanto tiempo en el mismo lugar. ¿Un avión? Menos. ¿Un helicóptero? Menos todavía…
   Pablo metió otra tanda de avisos, el programa iba muy bien. A continuación recibió llamados de los oyentes: Virginia felicitaba, Juan Manuel, desde Pilar, enviaba un alentador “sigan así”. ¿Llegamos a Pilar? Se maravilló Pablo, y siguió adelante con los llamados. El siguiente era de una señora mayor, Vicenta de San Antonio de Padua, o algo así. Empezó a referir con voz cascada cómo una nave redonda de veinte metros de diámetro aterrizó en su jardín. Tenía luces todo alrededor, y de su interior salieron unos alienígenas con traje plateado. Ella pegó un grito y corrió a cerrar la ventana…
-Gracias por su testimonio, ahora vamos a la “Voz de Erks”, espacio reservado a nuestros analistas…
   Aníbal y yo nos miramos, incrédulos: ¡Pablo interrumpió a su oyente cuando refería un contacto del tercer tipo!... pero ya el programa se desbarrancaba, pues los analistas instruían a la humanidad sobre cómo recibir a los mensajeros de Erks. Había que prosternarse ante su presencia luminosa, abandonar la agresividad y el odio que nos impide alcanzar un nivel de conciencia superior…
   Yo pensaba entre mí que esta locura era un epifenómeno respecto del fenómeno ovni mismo, el cual bien merecía estudiarse. Pues sin este fervor fanático ¿qué eran una luces mostrándose en el cielo? De algún modo, me dije, las interpretaciones delirantes formaban parte de la cuestión, eran su motor mismo. Pero no cabía reducir todo a una cuestión psicológica, pues las luces existían. Me faltaba algo para unir ambos factores, el psicológico y el físico…
   Por fin la “Voz de Erks” se calló, y nosotros pudimos relajarnos del esfuerzo por contener la risa. Eran pasadas las dos de la mañana cuando abandonamos la emisora. Al despedirnos, Pablo comentó satisfecho la cantidad de llamados recibidos esa noche: el muy iluso pensaba vivir de los ovnis.





-Las luces rojas venían en formación, como una V. Pasaron por arriba de mi rancho y se fueron para el lado del río. Ahí se perdieron…
-¿Y a usted le dio miedo?
-No, ¿porqué? Si pasan siempre.
-¿Ah, si?
-Claro. Son maniobras de los militares.
-Pero acá no hay ninguna base aérea.
-Y debe haber…
-O sea que para usted son aviones caza.
-Seguro…
-Y doblan en ángulo recto.
-Sí… no sé cómo lo hacen. Van todo derecho y de golpe ¡pum! salen para otro lado.
-…
   Mantuve esta conversación en las afueras de Victoria, con un anciano conocido de Oscar. Su campo era una verdadera mina de información oculta.
-Che, Zoilo, mostrale las “huellas del Diablo”.
-Ah, eso… acompáñenme, vamos por la picada.
   Caminamos quince minutos hasta un terreno solitario y desnudo, atravesado por un rastro zigzagueante.
-Mire… donde hay huella el pasto no crece.
   Era verdad: una serie de marcas circulares destacaban nítidamente entre la hierba. Parecían pisadas de un elefante bípedo cuyo peso hubiese disuadido a cualquier semilla de volver a brotar. Curiosamente, en el centro de la huella se marcaba un círculo menor, donde el pasto crecía normalmente.
-¿Cuándo aparecieron?
-Hace más de un año… pero no se borran.
-A la pucha…
 Emprendimos el regreso. Oscar contó entonces una historia que me puso los pelos de punta. Una noche, volviendo por la ruta con su patrón desde Gualeguay, vieron dos figuras demasiado altas caminando por la banquina. Una de ellas no tenía cuello. Al pasar junto a las criaturas, el auto sufrió un desperfecto en las luces, que se apagaron. Siguieron por inercia un centenar de metros, y entonces el coche se paró. Oscar intentó dar arranque de nuevo, mientras el jefe espiaba para atrás, pero no se veía nada. Por los nervios, apretó demasiado el acelerador, y el motor se ahogó.
-Tuvimos que esperar diez minutos en completa oscuridad, antes de probar de nuevo el arranque. Hermano… nunca diez minutos se me hicieron tan largos.
-¿Las criaturas esas… no llegaron hasta donde estaban ustedes?
-Llegaron…  pero no las veíamos. Yo cerré las trabas del auto, porque me pareció sentir unos tanteos sobre los vidrios. Estábamos sin respirar, te juro. El jefe tenía la pistola preparada, sin saber adónde apuntar. En eso estalló un golpe tremendo sobre el parabrisas… yo di arranque, y salimos a los piques. Zafamos de pedo…
-¿Fue lejos de acá?
-No, estaríamos a veinte minutos…
   El viejo Zoilo sonreía incrédulo ante el relato de Oscar, pero yo lo conocía bien, y sé que no “verseaba”. Y ahí estaban esas huellas siniestras, desafiando toda explicación…
                       
   Oscar vive en una casa humilde sobre calle de tierra, otrora tienda de ramos generales y vivienda de sus padres. Las paredes son de ladrillos sin revocar, cocidos en el siglo XIX. Ejerció los oficios más diversos, desde peón de estancia a cocinero; también corre picadas con un Fiat 600 preparado, y fue copiloto en Turismo Carretera de su homónimo Oscar “El Gurí” Martínez. Durante una de mis visitas lo encontré armando un caparazón de gliptodonte cuyas placas sueltas desenterró en la isla… y me llevé de regalo un loro cocido en cerámica por los indios chanás. 
   En ese momento, compartía la casa con su primo, enfermero del hospital de Victoria. Este joven había sufrido un percance inhabitual mientras manejaba la ambulancia de regreso a casa.
-En medio de la noche vi una luz muy fuerte, y pensé que era el tren. Detuve la ambulancia, y la luz pasó. Pero no había vías… recién tres cuadras más adelante encontré el cruce.
-Qué peligro…
-Y qué cagazo. Acá las luces no son un espectáculo que uno mira cómodamente sentado en una butaca. Se te vienen encima…
   Definitivamente, Victoria no es para quienes buscan entretenimiento, o sueños domesticados por Hollywood. Acá el misterio se ve cara a cara, y no hay forma de predecirlo. 

   Estaba en el Club de Pescadores, haciendo tiempo frente a un “Carlitos” –así llaman en Victoria al tostado de jamón y queso. La tarde ponía oro en mi vaso de Gancia con soda; yo jugaba a producir remolinos en el líquido con un palito de copetín. Cerca mío había un par de habitués, esperando en silencio su pedido. Llegó el mozo trayendo dos martinis, pero no lo dejaron apoyarlos en la mesa.
-A mí no me servís en ese vaso.
-No entiendo… ¿qué tiene de malo el vaso?
-Es un vaso Tucumán.
-¿Y…?
-El martini se sirve en vaso Martona.
-…
-Cambiame los vasos.
   El mozo se fue, y regresó acompañado por Oscar.
-¿Cuál es el problema, loco?
-Me estás sirviendo en vaso Tucumán…
-En la confitería de la plaza sirven el martini en estos mismos vasos.
-Pero acá estamos en el Club de Pescadores, es otra categoría.
-¿Y quién dice que el vaso Martona es mejor?
-¿No lo sabés…? (grandes aspavientos, como si Oscar hubiese negado una verdad evidente para todos) En las confiterías de club, únicamente sirven en vasos Martona. Por ejemplo, en el Jockey…
-Bueno, si vos querés, te cambio los vasos, y terminado el asunto.
   Oscar dio media vuelta y se fue. Al rato volvió el mozo con unos vasos lisos, en reemplazo de los anteriores con rayitas. Pude constatar entonces que la diferencia entre el vaso Martona y el Tucumán es, en efecto, irreductible.

   Iba por mi tercer Gancia cuando vi asomar por la puerta del Club una cara conocida.
-¡Pablo!
   Giró y vino hacia mí, seguido por Silvia, Max, Aníbal y una pareja desconocida. Había arribado el contingente de turismo alienígena.
-¿Cómo andás, Demetrio?
-Bien entonado. Si tardaban más termino borracho…
-La ruta estaba pesada. Muchos camiones…
-¿Trajeron todo el equipo?
-Todo -confirmó Max-. Filmadora, cámara de fotos, grabador…
-Excelente. Por acá se cuenta cada cosa… vale la pena grabar, te lo aseguro.
-Yo estoy de lo más emocionada –confesó Silvia-. ¿Veremos algo?
-Ojalá…
   En eso apareció Oscar, y procedí a las presentaciones. El nos guiaría a un punto de avistamiento, después de terminar su trabajo en el club.

   Bajábamos en fila india por la barranca del Paraná, sin apenas ver delante nuestro. A un costado del camino quedó la combi cerrada. Nuestro objetivo era un muelle –lejano aún- donde los pescadores veían salir las estrellas y otros brillos… De pronto un grito brotó de dos gargantas a la vez: varias manos señalaban la ribera opuesta, donde reinaba una oscuridad absoluta.
-¿Qué hay?
-Allá… en la isla. Un domo luminoso…
-No lo veo.
-Es enorme… ¿cómo no lo ves?
   Silvia y Aníbal estaban excitadísimos, con una expresión de asombro fronteriza al miedo. Yo no veía nada. Mis demás amigos tampoco, y en cuanto a los tórtolos, estaban demasiado confundidos para manifestarse en un sentido u otro. ¿Cómo era posible que un mismo objeto fuese visible e invisible a la vez? No lograba explicármelo, y tras algunas palabras perplejas cruzadas con mis compañeros, me abstraje de ellos, concentrándome en el paisaje. En cierto momento parpadeé, pues me pareció ver algo con el rabillo del ojo: escapaba a los límites de mi visión, elusivo, y de nuevo estaba ahí.
   Súbitamente se ajustó mi foco interior y pude ver el domo verde con toda claridad. Mi grito se mezcló al de Oscar, quien acababa de ver lo mismo. Al parecer, ese objeto inverosímil penetraba las conciencias de a dos, como si en lugar de un fenómeno óptico fuesen ideas gemelas.
-¿Se puede llegar allá?
-No, necesitamos un bote.
-¿Y si nos cruza una lancha?
-A esta hora no hay.
   Casi sentí alivio, pues mi celo científico corría a la par de mi aprensión ante esa materia desconocida fosforesciendo en lo oscuro. Puse a andar la filmadora, y los demás dispararon fotos con zoom. Todavía no existían las cámaras digitales, de modo que no podíamos ver el resultado de inmediato. Pero en la filmación –vista por la pantalla portátil- el domo no aparecía, lo cual no dejó de mortificarnos. ¡Ni siquiera podíamos demostrar su existencia a nuestros amigos allí presentes! Cuánto menos convenceríamos a extraños…
   Desandamos el camino, pareciéndonos a veces que el domo cambiaba de tamaño. Poco a poco, su luz se fue apagando, y cuando subimos a la combi no brillaba más que un rescoldo.

    Al otro día abordamos una lancha que nos cruzó a la isla. Seguimos por algunos minutos un camino de tierra, antes de internarnos por la espesura en busca del punto donde estaba el domo la noche anterior. Oscar andaba como perdido, debimos retroceder dos veces al toparnos con un bosque impenetrable de arbustos espinosos.
   Por fin llegamos a un claro cubierto de hojarasca; íbamos inspeccionando el suelo sin hallar rastro alguno de lo avistado anoche, cuando Pablo dirigió nuestra atención hacia arriba: los troncos estaban quemados en su parte superior. Parecían velas apagadas de una inmensa torta de cumpleaños, cuyo diámetro superase los cien metros. Habían ardido desde los ocho o diez metros de altura, dejando intacta la base de los troncos.
-No estábamos locos anoche quienes vimos un domo… acá hubo algo.
   Fotografiamos los árboles consumidos y emprendimos el regreso a Victoria. Por la tarde revelamos todas las fotos de nuestra aventura: en ninguna era visible el domo, excepto en las tomadas por Max. Se apreciaba en ellas una mancha de luz contra la noche, nada más… pero nada menos. Probaba cierto grado de realidad física en un fenómeno mayormente subjetivo. Fue un consuelo para Max, ya que no había podido verlo.
                                                                    





   Concluyó el año, y con él, expiró el mandato del “recibidor” Max Tafur. En una emotiva ceremonia en casa de Aníbal, Max me nombró nuevo “recibidor” oficial de Stavros. La revista trimestral dejaba mucho que desear, era apenas una recopilación de fotocopias enviadas por los distintos “recibidores”, grapadas con clips. Bueno, Grecia ya no es un imperio desde los tiempos de Alejandro Magno, eso quedaba bastante claro. Pero todos agradecíamos a Stavros habernos puesto en contacto unos con otros, ése era al fin de cuentas el objetivo de sus viajes: que las “personas interesantes” se conocieran.
   Las reuniones de la red esotérica cobraron nuevo impulso, y se tornaron multitudinarias. A Aníbal se le ocurrió invitar a un periodista de La Nación –ya no recuerdo su nombre- para disertar en casa. Eran las veintidós horas de un sábado, nuestro grupo estaba pacíficamente charlando y comiendo sándwiches de miga, cuando sonó el timbre. “El disertante”, me dije, y Cris bajó a abrir. Al rato subió un grupo de jóvenes desconocidos, quienes se pararon tímidamente en el hall; yo los miré distraídamente, mientras charlaba con Fabio Carrasco, un buzo profesional que solía frecuentar nuestras reuniones. La siguiente vez que volteé hacia ellos, el grupo había crecido. Seguí prestando atención a Fabio, quien me contaba el rescate del “Preciado”, buque hundido en el Río de la Plata, cuyo tesoro de monedas antiguas él fue el primero en hallar.
   Volví a mirar al grupo, esta vez eran unas treinta personas de pie en el hall, pisándose unos a otros y siempre tímidos. Sentí una alarma gatuna, al ver invadido mi territorio por fuerzas hostiles. Cris se abrió paso entre ellos, precediendo al periodista estrella, quien nos saludó a todos. Detrás de él se soltó la marabunta de jóvenes seguidores, al asalto de los sándwiches de miga. Aníbal, por lo visto, había olvidado agregar el adjetivo “solo” cuando invitó al periodista a mi casa. A falta de esa aclaración, el periodista se sintió autorizado a hacerse acompañar por una legión, nada más natural. Temía quedarse sin público…
   Nuestro grupo se desplazó a la cocina mientras el periodista hablaba; no había lugar para todos en el living, ni interés por una charla sosa y sin vuelo. Seguimos con nuestra tertulia como si nada, sólo que en otro lugar de la casa.
   Cuando por fin la marabunta se marchó, reflexioné seriamente sobre los límites de la expresión “personas interesantes”…

   Gente nueva, informes nuevos. Experiencias de campo nuevas. Comencé a formarme una idea propia acerca del fenómeno ovni, aunque aún faltaban encajar muchas piezas para obtener una visión definitiva. Los ovni, me dije, son físicos e inmateriales a un mismo tiempo; sus tripulantes son seres animados, pero no biológicos; pueden operar en la realidad, pero no permanecer en ella… ¡se parecen a los fantasmas!
   Por ahí debía andar la punta del ovillo: tales entidades tienen alma, pero no un cuerpo orgánico o mineral. Su origen debe hallarse en la disociación psíquica sufrida por individuos que proyectan su cuerpo astral, en vigilia o en sueños. Recordé a los tulpas del Tibet, seres formados a partir de un estado de meditación, los cuales pueden ser vistos por otras personas, aparte de su creador. Los alienígenas podrían ser tulpas nacidos de un estado de meditación inconsciente, y por lo tanto, carentes de control… ¡eso es!
   Ahora bien, estas entidades –también conocidas por los griegos con el nombre de númenes- frecuentemente se rebelan contra sus creadores, negándose a desaparecer. Se trata de seres espirituales autónomos, capaces de sobrevivir a su progenitor. Han roto el “cordón de plata”, y pueden desplazarse por el espacio-tiempo en forma discontinua, sin limitarse a una vida lineal, como los simples mortales. Por eso, uno puede encontrarse hoy con un licántropo nacido de la proyección astral de un monje que vivió en el siglo XII… pero los alienígenas con sus naves espaciales se originan en proyecciones actuales, pues la disociación psíquica funciona hoy tan bien como ayer.
   La idea me gustaba; pero ¿cuáles condiciones favorecen la aparición del numen? ¿cómo se relaciona con el universo material? ¿y puede dicha relación demostrarse científicamente, incluso… cuantificarse? No tenía respuesta para tales preguntas de momento. En todo caso, ya me sentía bastante lejos de las teorías convencionales; lo suficiente como para oír con indiferencia los programas de Carl Sagan o las conferencias grabadas de Sixto Paz Wells.

   Ya era la una. Todos dormían en casa. Encendí la radio y giré el dial hasta encontrar la emisora suburbana. Unos acordes de música misteriosa, una voz bien timbrada… ¡La Hora Ovni! Había adoptado la costumbre de seguir el programa de Pablo, el único consagrado al tema en el medio radial. Hoy contaba con la presencia estelar (en el sentido literal de la palabra) de un contactado. Su nombre era José Luis, de Béccar; edad y profesión indefinida. Le temblaba la voz al hablar, y a veces se detenía, como si estuviesen apuntándole con un arma.
-Mire, yo… yo recibo mensajes de los extraterrestres.
-Ajá. ¿Tiene encuentros con ellos?
-Tengo… encuentros. Me llevan adentro de su nave, y me hacen cosas.
-Disculpe la indiscreción ¿qué clase de cosas le hacen?
-… (silencio embarazoso) Ellos me… me ponen una sonda en el pene.
-Ah, caramba…
-Me hacen eyacular. Quieren mi esperma.
-¿Y le explicaron para qué lo quieren?
-Para fecundar a la reina. Su organización social es similar a las hormigas: no tienen hijos en pareja.
-Ya veo. ¿Y a usted lo utilizan como zángano?
-Exactamente. Yo seré el padre de una nueva raza cósmica. Cuando la reina dé a luz, tendré millones de hijos.
-Espectacular. ¿Y no pueden hacer el amor normalmente?
-No… la disposición interna de sus órganos es diferente a la nuestra. Es necesaria la inseminación artificial.
-Qué lástima… ¿y la reina cómo es?
-Es atractiva… pero un poco flaca.
-¿Rubia o morocha?
-Ninguna de las dos. Es pelada.
-Uh…
-Y tiene los pies palmípedos.
-Entiendo. ¿Alguna otra seña particular?
-Sí. No tiene vagina.
-Pero… ¿por dónde hace sus necesidades?
-No hacen. Adentro de los ovni no hay baño.
-¿Y sus hijos? ¿Por dónde saldrán?
-Por cesárea. Tienen una medicina muy adelantada…
-Me imagino. Entonces los alienígenas son asexuados.
-Sí… exteriormente. Pero por dentro tienen los órganos, unos son machos, otros hembras.
-¿Y cómo practican el sexo?
-No practican. La fecundación se produce exclusivamente en el quirófano.
-Son gente muy cerebral, se nota.
-Después de la intervención me dieron un mensaje telepático: el destino de la humanidad es evolucionar hasta el nivel omega, entonces seremos como ellos…
-¿Sin sexo?
-La evolución espiritual traerá aparejados cambios anatómicos en la raza humana. Perderemos los últimos rasgos animales, como el pelo y el sexo externo, y formaremos parte de la Conciencia Galáctica. Ocurrirá muy pronto…
-Gracias por comunicarse con nosotros, José Luis; muy alentador su mensaje. Vamos a la publicidad, y después escucharemos la Voz de Erks…
   Soñoliento, apagué la radio. Había tenido mi ración de delirios paranoicos, y ya podía irme a dormir. Pablo –me dije admirado- sabía lidiar con cualquier loco; tranquilamente podría trabajar en un asilo para alienados sin perder la sonrisa.

   Cierto día, volviendo de Tribunales, un afiche callejero llamó mi atención: “Hercólubus, el fin de la humanidad se acerca”. Debajo de esta leyenda, una ilustración mostraba a un gigantesco planeta rojo avanzando por el espacio hacia la Tierra, representada por una minúscula bola azul.
   ¡Qué miedo!
   Evidentemente ignoraba el ilustrador que para acabar con la humanidad basta el impacto de un asteroide pequeño, con apenas diez kilómetros de diámetro; no hace falta una masa del tamaño de Júpiter. Pero quienquiera fuese el artista, había querido asegurarse de que la humanidad recibiese un buen golpe: ningún humano volvería a levantar cabeza tras el encuentro con Hercólubus…
   ¡Qué miedo!

   “Numerología y Cábala. Cursos intensivos dictados por un Maestro Iniciado. Vacantes limitadas.” Me apresuré a anotar los datos, no era cuestión de perder la oportunidad. Por fin sabría el significado oculto de los números…
   Me presenté en la dirección indicada, era un salón adornado con reproducciones de frescos egipcios. “El lugar está bien”, pensé, mientras aguardaba a que diese comienzo la charla introductoria. Había sólo tres personas en la sala, aparte de mí: una pareja de mormones –llevaban el correspondiente distintivo en la solapa- y un boliviano dormido.
   De inmediato hizo su aparición el disertante, un tipo joven, bajito. Nos hizo saber que estábamos allí para ayudar. Había mucha gente necesitada en el mundo, ¿íbamos a dejar que sufran, sin hacer nada por ellos? Sería desalmado de nuestra parte. Yo me preguntaba cuándo empezaría la charla sobre la Cábala, pero el disertante no tenía apuro por llegar al punto. Aparentemente, de eso se encargaría El Maestro. El disiparía todas nuestras dudas. Nos haría sentir mejor. Su sabiduría equivalía exactamente a veintidós carreras universitarias. Hoy no se presentaría, no. Debíamos matricularnos en el curso para mamar su sabiduría cabalística. Oírlo sería realmente un privilegio…
   Medí la distancia a la puerta, y calculé que tenía una buena posibilidad de escape. Cuando la pareja de mormones preguntó algo, aproveché para ganar velozmente la calle. Tiempo después me arrepentí de no haber tomado el curso: ¡hoy tendría veintidós diplomas!

   A fines de ese año se disolvió la red esotérica. Hubo una saturación natural después de tantos encuentros, y además, Jorge Maldonado y Graciela se marcharon a la India, llevándose consigo a Horus. Sin el espíritu tutelar de nuestras reuniones, no podíamos seguir. Supe después que el pájaro murió en la India, tierra natal de su raza. Jorge y Graciela se separaron luego de vivir por un tiempo con la comunidad de Sai Baba.
   Mi amistad con Max y Aníbal sobrevivió a la red esotérica; también nuestra fascinación por los fenómenos extraños, aunque en adelante seríamos más selectivos a la hora de buscar explicaciones. Ya habíamos recorrido toda la gama de teorías sobre los ovni, era hora de emprender nuestro camino personal, aunque nadie más siguiese esa senda. Incluso era probable que los tres nos separásemos en alguna encrucijada, debiendo continuar yo solo en busca de mi verdad.






   Mi existencia es como un río, un puro fluir sin objeto, ondas brillando al sol, multiplicadas al infinito. Densa es la corriente de mi cuerpo, viajo en ella desvanecido y de pronto emerjo a la conciencia en una habitación prolija como un cuadro. ¿Quién soy, dónde me encuentro? Pasa un buen rato hasta que logro contestar a estas preguntas con precisión falsa, pues en el fondo sé que soy un río sin nombre. Pero mi conciencia impone su ilusión, conduciéndome hasta el hoy donde tengo un nombre, una profesión, una cuenta bancaria en rojo.
   ¿Qué me importa todo eso? ¿Puede un río quedarse sin olas por un desajuste financiero? ¿O por un error en su documento de identidad? No lo creo, ni aunque su diploma universitario se disuelva dentro de un lavarropas.
   Pero dolorosamente me asomo al día de hoy, este día templado con nubosidad variable, numerado por el calendario gregoriano. Hace falta volver a ser Demetrio, el abogado, el tipo de siempre limitado por sus circunstancias. No se puede ser un río, aunque en el fondo suene la corriente. Vamos, camisa, corbata, traje y maletín. A Tribunales. A pedir el expediente 13.735/02, a dejar un escrito plagado de formulismos legales para avanzar un paso más en el procedimiento que permitirá luego de X tiempo obtener una cantidad judicialmente definida de papeles impresos con la figura de un general, de valor adquisitivo convencional. Allá va el río envasado, es ahora una botella etiquetada de agua mineral. Pero al derramarse en un vaso es otra vez agua sin nombre, sólo agua…

   Cierta vez, al vaciarse un departamento ocupado por un linyera, fui a tomar posesión judicial. Había quedado un colchón sucio y unas botellas que saqué a la vereda. Hice cambiar la cerradura, pero al volver a la oficina sentí una picazón en el vientre. Me bajé el pantalón, y descubrí una roncha debajo del ombligo: ¡me había picado una pulga!
   Por unos días quedé impresionado, mirándome a cada rato debajo de la ropa y pareciéndome que me picaba todo. No era una pulga, me dije, ese hijo de puta debía tener sarna. En efecto, se me habían llenado las piernas de ronchas, pero no había insectos a la vista. Yo no lo sabía, pero una sola picadura de pulga puede producir una reacción alérgica, provocando la aparición de ronchas en cadena. En lugar de eso, me creí infestado de sarna. Puse a lavar toda mi ropa y embadurné mi cuerpo con una loción comprada en la farmacia.
   Las ronchas desaparecieron, mas yo no estaba tranquilo. ¿Y si había quedado un huevo escondido en la costura del pantalón? Por momentos sentía volver la picazón… hice lavar las sábanas, por las dudas. En cualquier lugar, en el subte, frente al semáforo, me revisaba en busca de nuevas ronchas. Y aparecían, no había duda, aparecían de nuevo. Tomaba cuidadosa nota de mi ropa, y al volver a casa iba derecho a la ducha, previo envolver cuidadosamente esa muda en bolsas plásticas, para asfixiar a los parásitos. Esta vez sí los maté, pensaba, tras rociar el interior de la bolsa con una loción de olor horrible.
   Llegó la semana santa, y salí de vacaciones con Cris y los chicos. No más llegar a mi casa de la costa, sentí volver la picazón. Bajo mi atenta mirada las ronchas crecían solas, aunque no había bicho alguno a la vista. Grité enloquecido a mi mujer que lavase toda la ropa de cama, mientras yo corría a purificarme en el mar. Al volver me sentía acorralado por el enemigo invisible, y comencé a pensar seriamente en prender fuego a toda mi ropa, junto con las sábanas y frazadas…
   La locura se había apoderado de mí. De haber luchado solo contra ella, habría sucumbido. Pero Cris me salvó. Se negó a lavar toda la ropa, como yo había dispuesto.
-Si hubiese sarna en las sábanas, nos picaría a los demás, no sólo a vos.
-No entendés –repuse- yo soy más propenso…
-No hay bichos visibles, es tu imaginación.
-Pero las ronchas son reales…
   En ese momento caí en la cuenta de que las rochas aparecidas durante los últimos días eran más pequeñas que las primeras, y desaparecían sin dejar rastro. ¿Sería posible que las hubiese provocado yo mismo? Recordé cómo se formaban solas, bajo mi atenta mirada…
   Desde el momento en que me convencí de ser yo el causante de las ronchas, éstas desaparecieron. Fue inmediato. Curación total, por obra y gracia de la mente. Había logrado dominarme a mí mismo, y con ello, obtuve el dominio de mi cuerpo.

   La experiencia referida –probada en carne propia- me enseñó que la mente puede producir modificaciones en la materia. Me dije que así como yo provoqué ronchas en mi cuerpo -por efecto de la sugestión-, otros provocan estigmas. Una característica de estas lesiones es la de desaparecer sin dejar huella alguna. Tampoco la ciencia explica cómo aparecen, y no lo hará hasta que acepte a la mente como agente efectivo de tales procesos orgánicos.
   Algunos médicos de criterio amplio aceptan esta posibilidad, pero la cosa va más allá… porque de los estigmas en el propio cuerpo pasamos a las estatuas que lloran sangre, vale decir, a provocar efectos en cuerpos ajenos, sean éstos animados o inanimados. Y aquí la ciencia, asustada, se echa para atrás. Este es el paso decisivo para comprender los fenómenos paranormales, y quien no se anime a darlo, nunca los comprenderá.
   No sabemos cómo la mente puede afectar la materia, imprimiéndole imágenes de la Virgen sobre las columnas de una iglesia, o sobre un árbol del campo; o haciendo llorar sangre a un cuadro o una talla de Cristo; pero lo cierto es que lo hace.
   Muchas veces el agente está oculto; puede ser el inconsciente de un feligrés, aunque también es concebible un virus psíquico operando sobre determinados objetos e individuos. En este último caso, el milagro se produce espontáneamente, sin necesidad de un agente humano vivo. Pero como el objetivo del virus es propagarse, ocurre siempre en el ámbito de una colectividad religiosa dispuesta a acogerlo.

   Comencé a preguntarme si los ovni serían el resultado de algún tipo de proyección mental, imposible de controlar. Productos de la actividad espontánea de la mente –individual o colectiva, lo mismo da, si tomamos en cuenta la telepatía- invaden la realidad física, dejando en ella huellas indelebles.
   Claro está, la ciencia no reconoce tales facultades a la mente; para ella, la materialización de pensamientos es imposible. Pero este prejuicio científico n’empêche pas d’exister a tales materializaciones, no impide que ellas existan. Y si debo elegir entre la realidad y los cánones científicos, yo elijo la realidad sin dudarlo. Al fin y al cabo, quienes se llaman a sí mismos científicos no dejan de ser sacerdotes con guardapolvo, encargados de custodiar un credo escéptico, valga el oxímoron.
   Estos sacerdotes del escepticismo a ultranza, cuando se ponen a examinar el fenómeno telepático, disponen cuidadosas pruebas de laboratorio –generalmente decepcionantes- y desechan los eventos telepáticos que ocurren a diario, por no guardar condiciones asépticas. No comprenden que la telepatía es un fenómeno espontáneo, imposible de reproducir de manera controlada en un laboratorio. Sus métodos burdos pueden usarse para probar, por ejemplo, que Lennon y Mc Cartney no tienen talento musical, ya que serían incapaces de componer Yesterday o In my life bajo monitoreo científico.
   Bien, Demetrio, me dije, estás solo frente al problema, como cualquier filósofo griego de la Antigüedad. Usa tu criterio, y no te preocupes por la ciencia, ella esconderá la cabeza como el avestruz cuando aparezcan los ovnis en el cielo, o los campos de trigo amanezcan bordados de diseños geométricos, testimonios vivos de un arte sobrenatural.

   Un pensamiento solo no puede materializarse –habitualmente no lo hace- a menos que sea acompañado por una proyección espiritual. Este es el concepto clave, tan viejo como la humanidad. Aquello que no puede percibirse con los sentidos, y sin lo cual no existimos… “lo esencial es invisible a los ojos”, como famosamente escribió Saint Exupéry. Esto es el espíritu, invisible a los ojos de la ciencia, pero esencial en todo ser vivo.
   Ahora bien, el espíritu puede disociarse, dividirse, y abandonar su envoltura carnal… pero entonces deberá crearse otra envoltura, provisoria y fugaz. Esta envoltura material es la que percibimos como ovnis, licántropos y duendes… prodigios sobrenaturales sin duda, ajenos a la evolución. Nacen como pompas de jabón, y como ellas mueren, son el producto de una efervescencia espiritual.
    Los estados alterados de conciencia favorecen la proyección del cuerpo astral, pero ésta ocurre con   frecuencia durante el sueño. Rara como una granizada, es sin embargo un fenómeno que nos ocurre, o nos roza de cerca en algún momento de la vida. Quien niegue haberlo experimentado, o presenciado sus manifestaciones, haga memoria… y allá al fondo, casi olvidado, surgirá un recuerdo: a mí me pasó una vez…




                            



   Un año después volví a Victoria, solo. El turismo alienígena de Pablo hacía rato no corría más; por otra parte, mis amigos Max y Aníbal estaban escasos de tiempo y fondos para ocuparse de investigaciones paranormales. Pero yo nunca escurro el bulto cuando el misterio llama. Aunque tenía tantas obligaciones familiares y profesionales como los demás –y tan poco dinero como ellos- me tomé unos días libres a comienzos de abril. Había recibido un llamado de Oscar, avisándome de avistamientos masivos, y no quise perdérmelo. Como en su casa no había comodidad, decidí alojarme en la abadía benedictina, en calidad de peregrino.
   Llegué un viernes por la tarde, cuando el sol se ponía detrás del horizonte verde. Sentía esa curiosa felicidad que nos invade cuando abandonamos nuestro medio familiar para ingresar a un mundo social nuevo, donde podemos ser una persona distinta. Claro está, en el fondo seguimos siendo los mismos, pero algún nuevo matiz aparece en nosotros, una habilidad, o aunque sea un sobrenombre, específico de la aventura que comienza; lo cual viene a sumar otro aspecto a nuestra vida.
   Rodeé el monasterio para registrarme como huésped; entonces vi un monje solitario en el jardín, absorto en la contemplación del crepúsculo. Aún a la distancia, pude ver que era muy joven. No dio señales de notar mi presencia. Me asignaron una celda en la planta alta, con vista a las colinas. Acomodé mis escasas pertenencias con orden monástico, y salí a cenar al Club de Pescadores. Oscar se tomó algunos minutos para charlar conmigo, sumariamente me indicó los puntos donde se habían producido los últimos avistamientos, antes de volver a la cocina. Había un grupo muy ruidoso a mi lado, de modo que abrevié la cena.
   Volví por las calles sin luna, oyendo el eco de mis pasos sobre el empedrado. Un gato me seguía con la cola levantada, como pisando uvas. A un lado y otro se alineaban complicadas rejas, obra de otro tiempo en que las damas espiaban detrás de sus abanicos. Algunos faroles mortecinos completaban aquella impresión de antaño.
   Llegué a mi celda y me acosté bajo el austero crucifijo de madera. Mañana será un día prístino, me dije… y me dormí. 

   Amaneció soleado. Bajé al refectorio, donde desayuné en compañía de otros huéspedes. Había varias monjas de rostros blancos como el papel, las sienes surcadas por venas azules y anteojos culo de botella. Sus rostros desvaídos reflejaban una apagada felicidad por la excursión, una beatitud corporativa que me contagiaba por momentos. El pan con manteca casero era una delicia, además estaba bendecido, eso le daba un sabor especial. Acabé la hogaza y salí al campo a estirar las piernas.
   Ante mí se desarrollaba una escena de otros tiempos: un buey arrastraba un solo disco de arado por el extenso terreno lindero al monasterio, conducido por un monje. Calculé que a ese paso debía llevarle varios días completar el trabajo, pero allí nadie parecía tener apuro. Resolví yo también tomar las cosas con parsimonia; esa mañana me dediqué a revisar la biblioteca del monasterio, cuyos volúmenes abarcan cuatro siglos. Está la edición príncipe del Quijote, increíblemente me dejaron hojearla, inconscientes de la fortuna que ponían en mis manos o indiferentes a ella. Más interesantes para mí resultaron otros tesoros bibliográficos, en particular la anónima Relación de un viaje en carreta por el dezierto inóspito al sud de Buenos Ayres, fechada en 1683. Pasé morosamente sus páginas ilustradas aquí y allá por curiosos grabados de una carreta siguiendo a una estrella, o de una montaña abierta donde entraba la carreta, o de una ciudad en medio de la montaña, sobre la cual brillaba la estrella.
   El texto era muy confuso, continuamente hablaba de luces surcando la oscuridad, de señores vestidos con extraños ropajes que se arrodillaban a desenterrar arcones bajo las luces, de campanas lejanas, de lodazales interminables, de guanacos desapareciendo, de indios taimados marchando en pos de la carreta. El objetivo del viaje era una torre oscura que brillaba de noche con luz débil, a la cual los indios tenían pavor. En cierto momento la carreta era atacada por los “tuelchus”, es decir, los tehuelches, provocando el desbande de la caravana. El narrador cae prisionero y queda viviendo entre los salvajes. Casi un año después, uno de sus compañeros es capturado por los mismos indios, y cuenta una historia desquiciada sobre un cerro color azafrán que una noche se abrió y dejó pasar la carreta hasta sus entrañas; pero su caballo, que venía detrás, se asustó y no quiso avanzar más, por lo cual él quedó afuera, imposibilitado de entrar a la ciudad vislumbrada en el interior de la montaña. Durante días y meses merodeó alrededor del cerro buscando una entrada, mientras se alimentaba de miserables frutos y raíces. Finalmente encontró un portal de piedra, al cual llamaba a distintas horas del día y de la noche, mas nunca se abrió. Este hombre, llamado Pedro Henríquez, es descripto como un esqueleto andante, y al poco tiempo de llegar a la toldería murió.
   Levanté la vista del libro para descubrir que ya era media tarde; no había almorzado, pero el generoso desayuno aún me sostenía, y no estaba cansado.
-¿Qué le pareció la historia?
   Me sobresalté apenas, un monje de cierta edad me hablaba desde el otro lado de la mesa, apartando un aburrido manual litúrgico.
-¿La de la carreta?
-Ajá.
-No sé… es rara.
-Está inédita. No la va a encontrar en otro lado que no sea acá.
-Vaya… tienen ustedes una biblioteca impresionante.
-Estuvo cerrada al público hasta hace poco, por eso hay libros que nadie conoce.
  Hizo una pausa, mientras se limpiaba los lentes, antes de proseguir señalando el libro.
-Ésa es una historia sobrenatural. Acá viene mucha gente buscando extraterrestres, pero no hay tal cosa. Encuentran el mismo misterio que se tragó esa carreta hace tres siglos, y le ponen otros nombres.
-No todos los investigadores son tan rústicos –repliqué tocado en mi honor-. Algunos tenemos otras ideas.
-¿Ah sí? –se acodó en la mesa con interés displicente- Me gustaría oírlas.
-Son númenes –declaré secamente, para evitar su ironía.
   Se produjo un silencio, mientras el monje aquilataba mi respuesta.
-Númenes… ¿usted sabe lo que significa esa palabra?
   Odio que me tomen examen, pero la conversación había tomado un giro que me interesaba.
-Nous es mente. Numen debe ser un producto de la mente.
   Aprobó con la cabeza, pero yo me apresuré a poner en claro mi pensamiento.
-Eso no quita realidad a las apariciones.
   Ahora sí, reparó en mí.
-A ver, explique eso.
-No hay nada que explicar. La mente no está encerrada entre la frente y la nuca. Eso es el cerebro. La mente se expande por todas partes, es una con el mundo. Por eso, la salamanca, y las luces, son reales.
   Reflexionó unos momentos, mas no respondió. No parecía que mis ideas le disgustasen.
-Lo que usted dice puede ser, pero hay una diferencia entre lo ideal y lo real. Yo no digo que la idea no pueda invadir la realidad, como usted sugiere, pues son reinos distintos que se interpenetran, como el agua y el aire.
-Claro, el agua contiene burbujas, y el aire humedad.
-Estamos de acuerdo, joven. ¿Cómo es su nombre?
-Demetrio.
-Bueno, Demetrio, ahora preste atención. Entre ambos reinos, ideal y real, existe una relación exacta, numéricamente definida.
-¿En serio?
-No ponga esa expresión incrédula, y aprenda. Es la coma de Pitágoras, 1,0136. Este número señala la diferencia entre las series musicales de siete octavas y doce quintas. Es decir, cuantifica la inarmonía.
-Eh… no entiendo.
-Piense. Si usted fuese músico, podría intentar alcanzar la misma nota siguiendo dos escalas distintas: subiendo por un lado la de las octavas, y por otro la de las quintas. Cuando por fin ambas coinciden en la misma nota, hay una diferencia muy sutil: 1,0136. La coincidencia ideal no arrojaría diferencia alguna entre ambas notas, pero la coincidencia real da esa leve diferencia, descubierta por Pitágoras: la diferencia entre lo ideal y lo real.
-Ajá… ¿y qué le hace pensar a usted que esa diferencia existe en otros dominios ajenos a la música?
-Una buena pregunta exige una buena respuesta. Verá usted, la coma de Pitágoras es una constante universal. Ella expresa la relación de densidades entre el mercurio y el agua (13,6), y de temperaturas de licuación y ebullición entre el helio y el agua (0,0136).
-No es un número entero.
-Precisamente. Los enteros designan las relaciones perfectas, los decimales marcan la desarmonía.
-Y entre una idea y su realización hay siempre diferencias.
-Como dice el refrán, “del dicho al hecho hay largo trecho.”
-Pero me cuesta creer que un número pueda expresar esa diferencia.
-Bueno, no es un solo número… hay varios decimales que entran en juego. Por ejemplo, la constante de incertidumbre de Eddington: 9,604 precedida por varios ceros. Ella nos lleva desde la geometría abstracta, ideal, a un marco de coordenadas físicas.
-Ahora sí, no entiendo ni jota.
-No se preocupe, va a entender si le digo que la mantisa de pi (la fracción decimal del número pi) multiplicada por 0,09604, da 0,0136, ¡la coma de Pitágoras!
-Bueno, entiendo que hay una relación matemática, pero…
-¡Nada de peros! Los números decimales que nos llevan de lo abstracto a lo concreto se relacionan entre sí de manera que su cociente produce el número irracional por excelencia, la mantisa de pi.
-¿Y?
-Estos decimales están siempre presentes allí donde haya un círculo geométrico, o un ciclo temporal, para recordarnos que somos sólo un reflejo imperfecto de un reino ideal y perfecto.
-Esa es la visión platónica…
-… Y de todos los grandes iniciados de la Antigüedad, llámese Pitágoras o Imothep –me impone silencio con un gesto-. Ahora preste atención: ¿qué pasa si dividimos el número de días del año real, 365,24339 por los 360 días del año “ideal” establecido por los sumerios y otras grandes culturas antiguas? Nos da 1,014562.
-¿Ese número significa algo?
-Ya lo creo… -aquí su semblante se iluminó, al coronar su explicación- ¡es la coma de Pitágoras (1,0136) sumada a la constante de incertidumbre de Eddington (0,00096)!
-O sea que… esas constantes decimales, una vez más, nos llevan de lo ideal y abstracto a lo material y concreto.
-¡Bingo!
-Bueno… -reconocí asombrado- yo sabía que algo nuevo iba a aprender acá.
   Quedé un rato pensativo, ponderando todas las posibilidades que abría este conocimiento nuevo. Los antiguos geómetras y cronólogos ya no me parecían tan ingenuos como antes; sus trabajos tenían un sentido que escapaba a casi todos nuestros contemporáneos.
-Tal vez haya oído hablar de la cuadratura del círculo…
-¿Perdón?
   Me había distraído. El benedictino no daba puntada sin hilo, ya retomaba el hilo de sus deducciones.
-El círculo simboliza lo ideal, lo celeste, tal como vimos. Para la antigua ciencia mágica, el cuadrado era su opuesto, simbolizaba lo material y terrestre.
-¿Por qué?
-No me lo pregunte. La cuadratura del círculo era un procedimiento geométrico que intentaba trasladar un círculo a un cuadrado de superficie equivalente, mediante proyecciones geométricas. Muchos intentaron… y nadie pudo.
-¿Era un pasatiempo?
-No, era una demostración. Por más acercamientos que se lograron utilizando distintas proyecciones, nunca un círculo podía trasladarse geométricamente a un cuadrado de superficie igual. Para los antiguos geómetras-filósofos esto significaba que una idea pura no podía proyectarse en la realidad, necesariamente debía buscar una expresión material ligeramente modificada.
-Por eso Platón había puesto en la puerta de su Academia esta inscripción: “¡Nadie entre si no sabe geometría!”.
   Ya cerraba la biblioteca. Me puse de pie y estreché la mano a mi interlocutor.
-Ha sido un gusto conversar con usted. ¿Cómo es su nombre?
-Herminio.
-Si no me equivoco, en griego significa “Intérprete”.
-Eso me han dicho.
-Le va bien el nombre.
   Tras la ventana se veía el campo, con poca luz. Sentado en un banco, frente a una alfombra de flores tocadas por el último rayo de sol, estaba el mismo monje solitario de la tarde anterior.
-¿Quién es?
   Mientras juntaba sus cosas, el viejo Herminio echó una mirada afuera.
-Ah… es Girolamo. Un joven llegado de Italia hace un año.
   Se llevó un dedo a la sien, para indicar que estaba loco.
-Oh… entiendo.
   Me despedí de Herminio y salí al jardín, para despejarme tras una tarde de encierro. Girolamo estaba ensimismado, con la vista concentrada en un punto cerca suyo. El no pareció percatarse de mi presencia, sólo veía ante sí. Mostraba una expresión de arrobo tal, que no me atreví a interrumpirle.
    Pasaron algunos minutos; a lo lejos sonó una campana llamando al ángelus. Girolamo se inclinó hacia delante y dijo algo. Yo me acerqué, tratando de captar alguna palabra. No era un soliloquio –cosa habitual en los locos- ni un desvarío sin sentido. El monje susurraba un nombre, llamaba a alguien. Había un tono de apremio en su voz. Pero del otro lado no llegó respuesta alguna, a juzgar por su expresión. Después de un rato, Girolamo se levantó desolado; sólo entonces notó mi presencia.
-¿Quién es usted?
-Un peregrino. Ya llamaron a oración.
-Sí… volvamos.
   Caminamos juntos a la abadía, mientras la sombra se posaba sobre el campo.









-¿Ves allá? Frente a esa tranquera. Ahí llueve siempre.
   Oscar dejó su mochila en el suelo, y empezó a preparar el picnic. Era su día franco. Yo miré el cielo y sonreí con escepticismo: no había ni una nube.
-¿Vos estás seguro?
-Andá y fijate.
-Yo voy, pero… hay sol.
   Oscar se encogió de hombros, y siguió en lo suyo. No sin esfuerzo me decidí a caminar doscientos metros más, hasta dar en el punto indicado. Miré hacia arriba, y una gota me cayó en la nariz. ¡Vaya casualidad! Otra gota… y otra. Empecé a pensar en flores húmedas, en cápsulas de semillas con líquido adentro, cuando un fuerte aguacero se declaró sobre mi humanidad, dejándome empapado.
   Corrí lejos de la tranquera, y cesó por arte de magia. Volví, y nada. Cielo sereno. Pero al rato empezó el goteo de nuevo. Esta vez no me agarra, dije, y me alejé. Permanecí una hora estudiando el fenómeno, mas nada saqué en limpio. La lluvia se derramaba sobre unos pocos metros cuadrados a un lado y otro de la tranquera. Volví mojado donde Oscar me esperaba, sonriendo con sorna.
-¿Y? ¿Estuvo buena la ducha?
-Estuvo buena… ¡Dame algo de comer, carajo!

  Al atardecer regresé a la abadía, y encontré a Girolamo como de costumbre en el jardín. 
-¿Qué hubo, Girolamo?
   No contestó. Sus ojos estaban fijos en el horizonte, con su habitual expresión concentrada. Miré a mi vez hacia el mismo punto, y sólo pude distinguir una fila azul de árboles a lo lejos.
-Los ent han viajado mucho…
   Me sobresalté al oír su voz, pues ya no esperaba respuesta a mi pregunta.
-¿Quiénes son los ent?
-Árboles que caminan… cubren grandes distancias.
   Ahora sí, me convencí. Girolamo estaba loco. Pero decidí seguirle la corriente.
-¿Ah sí? ¿vos viste alguno moviéndose?
-No… pero hablé con ellos.
-¿Con los árboles?
-Sí…
-¡Pero no tienen boca!
-Me hablan a través del viento, con el susurro de sus hojas.
-Ah…
   Mi interlocutor hablaba en metáforas. ¿O no? No estaba seguro si tomar sus expresiones en sentido literal.
-¿Y qué te dicen?
-Cosas… del mundo invisible. Cuando los oigo me siento arrastrar a un abismo del cual no volveré nunca.
   De pronto, Girolamo cambió de actitud. Dejó de mirar al horizonte, y se puso a inspeccionar con detenimiento las flores cercanas. Murmuraba algo para sí mismo, acerqué mi oído y pude escuchar:
-Al ángelus asoman las Entidades Tenues del jardín. Su rostro es bellísimo.
   Nada más. Comprendí que ahora mismo las estaba esperando. Yo me quedé junto a él, disfrutando la paz de esa hora última. Un rayo de sol tocaba las plantas espinosas, acentuando su verde perenne como un recuerdo de infancia. Girolamo lanzó una exclamación, al tiempo que su rostro se demudaba. Una expresión de beatitud reemplazó la ansiedad de la espera. La estaba viendo ahora, por fin ante sus ojos, aunque los míos nada viesen aparte del pasto y las flores. No era un santo en éxtasis, ni un místico en estado de nirvana: Girolamo era sencillamente un joven enamorado. Pero a punto tal, que nada más existía para él.
   “No desprecies a nadie, pues cada hombre tiene su momento”, dice el refrán. Y efectivamente, el joven monje a quien antes compadecía, había alcanzado un estado digno de envidia. Pero el amor es fuente de tormentos e inquietudes, y Girolamo no tardó en mostrar síntomas de ansiedad y desasosiego. Ahora sí pude oírlo claramente hablar a la Entidad Tenue, como él la llamaba. “Llévame contigo”, dijo, y otra vez “Llévame”. Nada ocurrió, sin embargo, y el monje quedó junto a mí muy abatido, sin ánimo de respirar siquiera. El sol se había puesto, y las sombras comenzaban a tragarse los setos.

  Por la mañana salí a explorar la arboleda lejana señalada por Girolamo. Llevaba a la espalda mi mochila con bebida y un sándwich. Ignoré adrede los caminos, cruzando a campo través directo hacia mi objetivo. No sé cuántos alambrados crucé. A medida que avanzaba, iba dejando atrás la realidad. Sólo contaba la meta, vislumbrada a lo lejos.
   Comenzó a llover. Llegué a un arroyo profundo, imposible de vadear. Fui bordeándolo hasta encontrar un puente roto, del cual sólo quedaban las vías del tren con algunas traviesas faltantes sobre el abismo. Hice de tripas corazón y caminé haciendo equilibrio, pero el agua debajo me atraía irresistiblemente. En cierto momento caí sobre la vía y continué gateando hasta el final. ¡Salvado!
   Ya del otro lado, cruzaba unos jardines marchitos, cuando un gruñido ominoso me paró en seco. ¡Un perro furioso! En esa soledad no tenía dónde esconderme, el perro vino hacia mí con intención asesina… pero una larga cadena lo sujetó vibrando, cuando me consideraba perdido. Sólo yo me meto en estos problemas, me dije. Por fin los árboles aparecieron cercanos y pude admirar su porte. Eran eucaliptos gigantes, plantados hace más de cien años. Formaban una doble fila augusta, y yo sentí con fuerza la majestad del lugar. Caminando sobre una alfombra de hojas secas, llegué hasta uno de estos gigantes y abracé su tronco. Me fui desplazando, y comprobé que harían falta seis hombres con los brazos extendidos para rodearlo.
   Susurraban las frondas mecidas por el viento, y por un momento imaginé que decían algo; pero sólo alguien profundamente compenetrado con lo invisible como Girolamo lo podría entender. Este bosque mayestático se encontraba al pie de una elevación. Fui siguiendo una senda que subía, bordeada por habitaciones abandonadas. Por fin coroné el altozano, donde subsistía aún en pie un viejo arco de piedra. Un rayo de sol atravesó las nubes, y sentí una extraordinaria paz en el pecho. Más allá de la arcada de piedra había un círculo despojado de vegetación, delimitado por afloramientos naturales de roca. Comencé a atravesarlo a pie, pero me detuve al instante. Me había parecido captar una voz junto a mi oído. La misma luz del sol había virado al rojo oscuro, confiriendo un aspecto estremecedor al valle. Me asusté tanto que salí corriendo, y continué sin parar hasta dejar atrás el arco de piedra y las habitaciones abandonadas y el bosque de eucaliptos. Sólo me detuve a tomar aliento frente al puente roto, antes de atravesarlo haciendo equilibrio sobre la vía como un sonámbulo. Sólo al otro lado del puente me sentí a salvo e hice un alto para comer mi vianda, sintiendo toda la ropa mojada y con los lejanos ladridos del perro como fondo.
   Por primera vez, había sentido la presencia de otras dimensiones, no como un simple avistamiento, sino entrando en ellas, y no me había gustado. Algo más calmado emprendí el regreso, y cada alambre que cruzaba me iba trayendo de vuelta a la realidad más cotidiana de nuestro existir.
  A última hora entré a la abadía a recoger mi bolso. Tras una ducha reparadora y una muda de ropa, me despedí del abad, agradeciéndole su hospitalidad. Al salir divisé a Girolamo, vagando solo a lo lejos. Le hice un ademán con la mano, pero no me respondió, absorto sin duda en sus ensueños. Llegué con el tiempo justo a la estación y embarqué en el expreso nocturno hacia Buenos Aires. Mi mente consideraba ahora un nuevo factor en este engañoso mundo de apariencias fugaces y seres invisibles: el factor benedictino.

   He aquí la conjetura que tarde o temprano debía presentarse a mi espíritu: ¿es posible –me dije- que todos los fenómenos localizados en Victoria sean un gigantesco poltergeist, provocado por una mente desequilibrada?
   Era tentador considerar a Girolamo el causante de todo. Soñador, inadaptado a la realidad, y con ansias de tocar lo invisible. ¿Tal vez él producía apariciones de manera inconciente, al disociar su espíritu en trance o en sueños?
   Decidí que esta solución era demasiado simple, y en definitiva, falsa. Pues en todos lados las apariciones son recurrentes, repitiéndose a lo largo de generaciones. El fenómeno Victoria era demasiado vasto en tiempo y espacio para atribuirlo a un individuo.
   El hombre participa del reino espiritual como un agente activo, pero también es modelado e influido por ese reino. Quizá había llegado el momento de abandonar el antropocentrismo, y ver qué hay más allá.










  Ahora tenía algunas certezas, conquistadas mediante acopio de experiencias y reflexión: el espíritu humano puede producir materializaciones. Pero también éstas se producen en ausencia de todo agente vivo, de manera espontánea. Aquí comprendí mi error: en lugar de decir “el espíritu humano” debí decir simplemente “el espíritu puede producir materializaciones”.
   Al quitar la palabra “humano”, dejo de sugerir que es un hombre o una mujer quien necesariamente produce el fenómeno, y acepto que el espíritu desencarnado puede producirlas per se.  Así, un mismo lobizón acechaba durante la colonia, y hoy podemos verlo oculto en un callejón, en pleno siglo XXI.
    No necesitamos suponer un soñador, es la manifestación de una idea arquetípica presente en la noosfera. Como una lupa concentra los rayos del sol sobre un punto y los hace visibles, del mismo modo ciertos lugares y condiciones concentran las ideas presentes en la noosfera y las tornan perceptibles a los sentidos. La lente dura poco tiempo, es una conjunción de condiciones psíquicas y materiales esencialmente inestable.
   Pero ¿qué es la noosfera? Este término fue acuñado por el jesuita Theilard de Chardin, y significa “esfera mental”. Así como nuestro mundo está rodeado por una esfera de vapores –la atmósfera- también lo está por una esfera mental, a la cual cada individuo está conectado por telepatía. Las ideas de cada persona influyen sobre la noosfera, la modifican, la enriquecen. A su vez, desde la noosfera se producen proyecciones sobre la realidad. Estas son esencialmente volátiles, y multiformes. Por esto, cada época ve materializarse sus propios arquetipos, llámese la Virgen María, Nessie o los ovnis.

   Pero aún me quedaban cosas por aprender. Bastante tiempo después de mi última visita (en realidad, años después), volvía con mi familia de un viaje a Paraná y Santa Fe, y decidí parar en Victoria para saludar a Oscar. Cris sacó un folleto sobre la ciudad que le había dado Delia (mi suegra siempre nos consigue folletos, sin duda porque son gratis), y se puso a leerlo antes de llegar.
-Para qué leés eso… como si no conociésemos Victoria.
-Dejame leer, siempre hay algo interesante.
-Uh…
-Acá dice que hay un museo ovni en Victoria.
-¿Eh?
-¿No era que no te interesaba?
-¿En serio hay un museo?
-Sí. A ver… es en una casa particular, lo dirige la señora Simondini.
-Fijate el horario.
-Es hasta las 19 horas. Ahora son las cuatro.
-Perfecto.
    Entramos a Victoria y enfilé para lo de Oscar. Lo encontramos como de costumbre, ocioso y al aire libre, en su esquina sobre calle de tierra. Nos invitó con unos mates; al entrar a la cocina a cebar, pasamos por el dormitorio, y encontramos el techo cubierto de telarañas. No pude evitar el comentario:
-Che, pasale un plumero al dormitorio…
-¿Vos decís por las telarañas?
-Ahá.
-Las arañas son mis amigas… me protegen de los mosquitos.
-Ah… entiendo, tenés un mosquitero natural.
-Y sí…. son las ventajas de vivir solo.
   Cuando el mate hubo pasado la primera rueda, salió a relucir nuestro tema favorito.
-¿Conocés el museo ovni?
-¿Acá, en Victoria?
-Ahá.
-No.
-Me estás cargando…
-No, te juro.
   Le pasé el folleto. Oscar lo leyó despaciosamente, como si revisara la ortografía. Finalmente dijo:
-Calle San Miguel y Rondeau… eso es a unas veinte cuadras de acá.
-¿Vamos?
-Y vamos…
    Subimos al auto y llegamos a la dirección indicada. Se trataba de una casa con entrada por el garage. Toqué el timbre, y por un rato no apareció nadie. Empezaba a temer que no hubiera gente, cuando la puerta se abrió, y ante mí se presentó la señora Simondini.
-Buenas tardes…
-Buenas tardes.
-Veníamos a ver el museo ovni.
-Cómo no, ya les abro.
   Cerró el portoncito, y al rato se abrió entera para nosotros la puerta cochera. Éramos varios: Cris, las nenas, Oscar y yo. Tanto público animó a la señora a explayarse sobre sus colecciones.
-Tenga…
   Me puso en la mano un lito iridiscente, mucho más liviano que la piedra pómez. Parecía espuma solidificada.
-¿Qué es?
-Un meteorito.
-Espere. Los meteoritos son de hierro. También hay algunos de piedra, pero no de este tipo…
-Bueno, esto cayó del cielo.
-¿Dónde?
-En San Vicente, en la quinta del coronel Mercante. Lo obtuve de un conocido, tenemos un equipo de investigación compuesto por 18 personas.
-A mí me parece materia orgánica. Como la espuma de un detergente convertida en piedra.
-Y, en el espacio hay hidrocarburos…
    Esto último lo afirmó Oscar, quien tenía muchas lecturas, aunque desordenadas. Ahora la señora Simondini sacó a relucir un chapón con muchas estrías paralelas, no perceptibles al tacto.
-Esto cayó en Rincón del Doll, departamento de Victoria.
-Es un metal trabajado con algún tipo de máquina.
-Sí, algunos piensan que es parte de un satélite.
-Podría ser…
-Pero tiene una particularidad. Trate de mirar a través.
-¿Cómo a través?...
-Claro, a través del chapón. ¿Ve algo?
-No, es opaco.
-Es cierto, no se ve nada del otro lado. Ahora mire esta foto…
   Con gesto triunfal, la señora Simondini nos mostró una foto con flash del mismo chapón sostenido por un visitante del museo… ¡se había vuelto translúcido, y podía verse la mano que lo sostenía del otro lado!
-Caramba…
-Cuando le sacan fotos con flash, se hace transparente.
   Era verdad. Me pareció que el efecto provenía de esas estrías tan particulares, como surcos de un disco de pasta, pero más gruesos, e imperceptibles al tacto. Oscar estaba entusiasmado.
-¡Un pedazo de ovni de Victoria!
   Yo no creía lo mismo, al menos literalmente. Ahora la señora Simondini nos llevó a un rincón de su pequeño museo, donde descansaba una gran esfera hueca sobre el suelo. La puso en mis manos, sin preocuparse por su fragilidad.
-No se preocupe, no se rompe.
   Efectivamente, era de una aleación metálica muy liviana. Tenía dos pequeñas salientes diametralmente opuestas, como cuellos de botella, en los polos. Y tres líneas paralelas en el ecuador. Por dentro se la sentía muy lisa.
-No me diga que esto también cayó del cielo…
-Sí le digo. Y vea esto…
   Me mostró una revista extranjera en cuya portada había una foto de una esfera igual junto al título “¡Explotó un ovni en Chiapas!”.
-No entiendo. ¿En México cayó algo similar a esto?
-Y no sólo en México. Han caído del cielo esferas similares a ésta por todo el mundo.
   A estas alturas, nuestro estado de ánimo cuajaba en un asombro incrédulo. Sin embargo, la señora Simondini no tenía intenciones de parar ahí.
-Todavía falta lo mejor. Vean esto.
   Con pase de prestidigitador, nos mostró una reproducción de un cuadro pintado por el flamenco Pieter Koek en el siglo XVI. Allí estaban Dios Padre y Jesús en medio del cielo, apoyando sus pies sobre… una esfera igual a la que yo tenía en mis manos. El mismo color gris, el mismo tamaño, salientes similares, y una banda ecuatorial del mismo ancho que la banda triple.
-Si estos objetos caían del cielo entonces como hoy, es natural que la gente les atribuyese un origen divino.
   Yo reflexioné unos instantes, y encontré una explicación más razonable para el misterio.
-Eso que se ve entre Dios Padre y el Hijo debe ser una esfera celeste, es un tema muy común en los pintores de la época. La banda podría ser el ecuador celeste, o la eclíptica, y lo que parecen salientes, la tierra con su sombra, el sol o la luna…
-Usted es libre de tener su opinión, señor. Yo no obligo a nadie a estar de acuerdo conmigo.
   El museo de la señora Simondini era pequeño, pero intenso. Algunas fotos de vacas y seres humanos mutilados en circunstancias anormales decoraban las paredes. Como colofón nos trajo un pequeño tarro con elementos rescatados de una mutilación de ganado: al desenroscar la tapa, apareció un ojo rodeado de pelo vacuno. 
-Corte perfecto, sin sangre. Los extraterrestres extraen órganos para experimentos biológicos.
   Una vez más, descreí de la explicación. Pero el fenómeno de las mutilaciones era real. Nos despedimos de la señora Simondini, tras felicitarla calurosamente por su museo. Las niñas quedaron un poco impresionadas por el ojo, pero aún así, compartieron nuestro entusiasmo. Marina –entonces de siete años- resumió a su modo la novedad de la experiencia:
-Ahora creemos en los extraterrestres.





   Un día vino Aníbal de visita con su nueva mujer, Adriana. Hacía tiempo no nos veíamos. Me trajo una invitación para el cumpleaños de quince de su hija. ¡Laurita ya tiene quince! Exclamé, asombrado. Los años habían pasado sin darnos cuenta desde aquellas reuniones de la red esotérica.
-¿Y qué se hizo de la vida de Max?
-Se separó de Patricia.
-Ah caramba… las separaciones son una epidemia.
-Sí. Jorge Maldonado, Max y yo… Cris y vos son los únicos que duraron.
-Bueno, oí de un proyecto para hacer contratos matrimoniales por siete años, renovables. Si las partes no acuerdan renovar, el contrato caduca.
-No está tan mal.
-Ni tan bien. ¿Te imaginás el stress cuando se acerca la fecha?
-Y… ningún sistema es perfecto.
   Las mujeres se fueron para la cocina a preparar la cena, quedando Aníbal y yo solos. Busqué la filmadora y puse el último miniDV filmado por mí en Victoria.
-Mirá. Son imágenes del museo ovni.
   A medida que progresaba la filmación con las explicaciones de la señora Simondini, Aníbal se fue sumiendo en un silencio concentrado. Yo le puse un vaso de whisky en la mano, pero no lo probó hasta que hubo terminado de pasar el miniDV.
-¿Qué te pareció?
-Fabuloso. Me quedé colgado con las esferas…
-Bueno, eso ya lo investigué en Internet. Hay un satélite ruso llamado Kosmos, equipado con unos contenedores de nitrógeno esféricos muy similares al objeto del museo. Al reingresar la nave a la atmósfera, esos contenedores se desprenden y caen como chatarra espacial.
-Ajá... -Aníbal bebió un sorbo de whisky, como si asimilara la información junto con la bebida- Aparte de eso, a mí me siguen intrigando las marcas circulares que aparecen de la noche a la mañana en el pasto.
-Eso no es tan fácil de explicar… y menos, las mutilaciones de ganado, muy frecuentes en la zona.
 -Un periodista llamado Agostinelli sugiere que eso pasó siempre, pero nadie le prestó atención hasta que los medios se enfocaron en el tema.
-¿Y? las mutilaciones siguen sin explicar.
-Eso mismo pensé al leerlo. El compara el caso con los parabrisas picados de Seattle, que fueron golpeados por piedritas del asfalto.
-Claro, y a las vacas les vaciaron el recto las piedritas, o el ratón hocicudo con dientes láser… dejame de joder. Si justamente acá lo que falta es una causa natural que pueda explicar los cortes.
-¿Entonces vos estás de acuerdo con lo que dice esta mujer… cómo se llama?
-Simondini. No, no creo en experimentos biológicos alienígenas.
-Entonces no estás con ninguno de los dos bandos, ni con los escépticos, ni con los creyentes.
-Es cierto. No soy devoto de los ET, pero tampoco niego la realidad física del fenómeno ovni, como hacen casi todos los escépticos.
-¿Y cuál es tu idea?
-Debe haber abundante vida en el universo, fuera de la Tierra. Y hasta es posible que nos hayan visitado seres de otros mundos en algún momento… pero los encuentros que narran los contactados son demasiado absurdos para atribuirlos a extraterrestres. En mi opinión, esas experiencias se emparentan con las apariciones del chupacabras o Nessie, las caras de Bélmez, las estatuas que lloran… En esencia, son materializaciones de arquetipos presentes en la noosfera, gracias a disociaciones psíquicas.
-Eso es posible para las apariciones fugaces…
-Que son la mayoría...
-…Pero no para objetos sólidos y permanentes como ese chapón estriado o el meteorito orgánico que se ve en el museo del ovni, y que vos mismo tuviste en las manos. 
-No pretendo tener la explicación de todo, es un fenómeno muy complejo.
-¡Bueno que lo reconozcas!
-Indudablemente, las fuerzas psíquicas no se limitan a producir apariciones, también operan con elementos más prosaicos y materiales. Te quiero mostrar algo…
   Nos levantamos y fuimos a la computadora. Tecleé “Ooparts” en imágenes de Google, y apareció un martillo, ya célebre, exhibido en el museo Somerwell de Texas, completamente fosilizado, y embutido en la roca formada hace millones de años.
-Si esta cosa no viajó en el tiempo…
   Después vimos un conector electrónico tipo XLR sobre el cual había crecido el granito, hallado por John Williams en un desierto de Norteamérica.
-¿Cuántos eones hacen falta para este proceso de petrificación granítica alrededor de un objeto intruso?
  Finalmente –last but not least- un anillo encontrado por los arqueólogos en una tumba sellada de la dinastía Ming, hace unos cuatrocientos años. Verde por el óxido, resultó ser un reloj pulsera en miniatura, ¡con la marca “Made in Swiss” aún legible!
-Lo más loco es que el viaje en el tiempo parece haberlo achicado, a menos que originalmente fuese un reloj-anillo.
   Había llegado la picada, y volvimos al living. 
-Eso que vimos es resultado de teleportaciones.
-Sí, siempre y cuando incluyamos en ese concepto no sólo a los objetos que son transportados instantáneamente de un lugar a otro, sino también a aquellos que son trasladados a otra coordenada espacio-temporal.
-Claro, según la relatividad, espacio y tiempo son dimensiones de una realidad única.
-Y según la física cuántica, hay “agujeros de gusano” donde un objeto puede caer, y aparecer en otro tiempo y lugar.
-No sólo los objetos caen en esos agujeros de gusano, Demetrio… también las personas.
-Sí, es cierto…
-En 1593 apareció un soldado español en la Plaza Mayor de la ciudad de México, totalmente confundido, porque minutos antes, según él, se encontraba en Manila. Las autoridades lo consideraron loco y lo encarcelaron, aunque vestía el uniforme del regimiento destinado a las Filipinas. Un tribunal investigó el asunto, y ordenó devolverlo a Manila, donde se comprobó que efectivamente, había estado allí de servicio la noche anterior a su aparición en México.
-Qué loco… ahora que recuerdo, también la monja María Jesús de Agreda se aparecía en México después de dormirse en un convento de España…
-Su caso parece una bilocación, mientras que el del soldado es una teletransportación estilo Star Trek…
   Había llegado la comida, y la conversación derivó hacia otros temas más mundanos, pasando los cuatro una velada muy agradable hasta pasada la medianoche.
  
   Aníbal es un gran contrapuntista de ideas. No importa cuánto se complique un tema, siempre encuentra una respuesta creativa, por eso me gusta discutir con él. La charla referida puede servir como resumen de mis ideas presentes sobre el problema ovni -y afines. Quiero ahora completar esa síntesis, para ofrecer una perspectiva cabal al lector.
   El espíritu –o si se quiere, el mundo de las ideas- y la materia son dos aspectos antagónicos de la realidad. Dos infinitos que se tocan en un punto: allí nace la vida. Padre Cielo y Madre Tierra, decían los antiguos, significando con ello Espíritu y Materia, las dos entidades que nos dan origen. Cuando se disuelve esa unión, el ser vivo desaparece.
   Ahora bien, el espíritu tiende a corporizarse, pero en ocasiones toma un atajo, y en lugar de fecundar a la materia para dar inicio al lento proceso de la evolución, se manifiesta de golpe con un ropaje material improvisado. Así las ideas más extrañas toman cuerpo y se presentan ante testigos estupefactos, interactúan con ellos, incluso los lastiman o los matan, para desaparecer acto seguido sin dejar rastro. ¿Cómo es esto posible?
   Déjenme buscar un símil tradicional. Supongamos que las ideas son nubes multiformes y etéreas, y la realidad es la tierra sólida. En apariencia, estos dos reinos nunca se tocan; pero en ocasiones excepcionales sí lo hacen. Cuando hay tormenta, de pronto la nube proyecta una tromba hacia el suelo y hace contacto con la tierra. Esa zona turbulenta donde golpea el torbellino es el punto de encuentro temporal entre ambos reinos, el de las ideas arquetípicas y el de la materia. Allí se producen las apariciones del yeti, los ET o la Virgen María; son ideas cargadas de emociones, proyectadas sobre el plano de la realidad.
   Es menester una tormenta psíquica en la noosfera para generar tales fenómenos; podríamos definirlos como vórtices espirituales, tan imprevisibles como los propios tornados y huracanes. Frecuentemente se localizan en una región determinada, donde gravitan de manera intermitente. Así el Cuero del Agua en los lagos del sur, o la Bestia de Gévaudan. Es inútil querer atraparlos en una jaula. Salvo que construyamos una jaula dimensional con la ayuda de un nuevo Tesla.
   En ese caso, nuestro inventor no será un físico tradicional, sino un psico-físico, con mucho de mago. De hecho, algunos teóricos del Campo Punto Cero están desbordando el marco de la física con sus descubrimientos. Postulan estos teóricos un campo subyacente no sometido a limitaciones espacio-temporales, del cual emergerían las partículas subatómicas como una suerte de espuma. Tras algunos instantes de existencia perceptible, las partículas se sumergirían en la inmaterialidad del Campo Punto Cero, para volver a emerger cargadas de energía. Este proceso impide el colapso de las estructuras atómicas, y con ellas del universo material, al mantener la órbita de los electrones, que de otro modo irían perdiendo energía hasta abatirse sobre el núcleo.
   En el momento de sumergirse en la inmaterialidad, las partículas generan una imagen negativa o sombra de todas las formas existentes en el mundo, las cuales pasan a funcionar como esquemas virtuales ordenadores del universo material. Pues aquí, en este Campo Punto Cero supuesto por los nuevos teóricos, las fuerzas espirituales gestan los nuevos modelos virtuales (o ideas platónicas) que han de manifestarse en el cosmos. Así funciona la evolución natural, gracias a cambios en las especies impulsados por el Anima Mundi, y no por el mero azar, como pensaba Darwin. Esta Alma del Mundo se manifiesta a veces de improviso en la forma de prodigios y apariciones, haciéndonos ver así que el universo no es una máquina de funcionamiento previsible, sino un milagro nuevo cada día.







   Mis aventuras como cazador de ovnis no tuvieron un final feliz. Cierto día Cris atendió el teléfono para recibir una mala noticia: había muerto Oscar. Mientras servía un asado popular para agasajar a De Ángelis, el famoso dirigente rural, sufrió un ataque al corazón. Justo ese día, Victoria había amanecido cubierta por una densa humareda provocada por incendios forestales en el delta del Paraná. Mucha gente sufrió problemas respiratorios, tanto allí como en Rosario y Buenos Aires. Cris y yo quedamos desolados; Oscar tenía apenas 54 años. Tras unos preparativos apresurados, viajamos a Victoria junto con Delia, hermana de Oscar.
    Por la tarde llegamos al velatorio, en la misma casa de Oscar. La familia de mi suegra es bastante numerosa, Cris quedó fascinada con un viejito que tenía la misma mirada de su abuela: era el hermano, de quien nunca había oído hablar. Al día siguiente asistimos al entierro, donde no faltaron llantos por quien había sabido hacerse querer. Por fin los familiares se despidieron y nosotros volvimos a la casa, donde Delia debía inventariar los escasos bienes personales de Oscar, y disponer su destino. Luego de un frugal almuerzo, las mujeres se pusieron a la tarea, y yo quedé ocioso. Decidí, para matar esa tarde triste, darme una vuelta por la abadía donde me hospedara años atrás. Compraría una botella de licor benedictino, para poder tomar cada tanto un sorbo en memoria de Oscar.

   El pequeño almacén benedictino parecía ajeno al tiempo, exponiendo con primor sus productos artesanales: miel, licor, dulce de leche, nueces… yo estaba arrobado admirándolos, escogiendo mi compra sin apuro, cuando acertó a entrar el abad. Su presencia irradiaba serenidad, y yo sentí como si hubiésemos estado juntos ayer mismo.
-Buenas tardes…
   Me miró extrañado un instante, y al punto me reconoció.
-Usted estuvo hospedado en la abadía.
-Así es.
-Me alegra que nos visite de nuevo. Como verá, nuestros productos son perennes.
-Ya veo. Usted mismo luce igual.
   El abad sonrió.
-Los viejos no cambiamos mucho.
   Elegí un licor y un dulce de leche artesanales, mientras el abad daba unas directivas al vendedor.
-Recuerdo un monje joven, Girolamo. ¿Sigue en el monasterio?
   El abad esperó a que yo pagase mi compra, y salió junto conmigo de la tienda. Sólo entonces contestó mi pregunta, deteniéndose para verme a los ojos.
-No vuelva a preguntar acá por ese monje.
-¿Porqué?
   Por unos momentos vaciló, como si le costara abordar el tema. Finalmente se decidió a hablar.
-Girolamo desapareció…
   Sus pupilas se contrajeron al decirlo; instintivamente percibí algo anormal en su confidencia.
-No entiendo…
-Allá…-su índice extendido apuntó al horizonte- allá lejos hay árboles que hablan, eso decía él. Naturalmente, estaba loco. Cada vez iba más seguido a ese lugar, a hablar con los árboles. Un buen día volvió transfigurado, feliz. Dijo que los árboles le habían dado permiso para ver a un hada. A la mañana siguiente marchó hacia la arboleda y no lo vimos más. Organizamos una batida para encontrarlo, todo Victoria se movilizó. La policía incluso lo buscó con perros, dragaron los arroyos, no hubo caso. Nada por aquí, nada por allá. Al final los sabuesos, a quienes habían dado sus prendas a oler, se detuvieron frente a un terreno pelado circundado por unas rocas, ladrando como locos. No hubo manera de hacerlos entrar ahí.
-¿Y no cavaron, a ver si aparecía el cadáver?
-No había indicios de tierra removida por ningún lado.
-Qué raro…
-Raro, sí. Esa es la palabra.
   El abad no dijo más. Se santiguó y desapareció en el interior del monasterio. Yo quedé contemplando a lo lejos la arboleda azul donde Girolamo dirigió sus últimos pasos. Miré mi reloj: eran apenas las tres.

   El viaje en auto no fue largo. Veinte minutos de zigzaguear por caminos de tierra, y los grandes eucaliptos se hicieron visibles a un kilómetro escaso detrás del alambrado. Paré en la banquina y cerré el auto. Sentí esa paz de la tierra que nos invade apenas pisamos el campo, como un estado de gracia recuperado. Caminé durante quince minutos hasta dar con los árboles majestuosos, cuyas ramas se balanceaban al viento con un ritmo lento, extático e indiferente a la vez. Por momentos me parecía entender su lenguaje, pero entonces olvidaba el mío. Me sustraje al encantamiento y avancé más allá, entre las habitaciones abandonadas a la vera del camino, hasta la arcada de piedra soñolienta bajo el sol. A través de ella atisbé el campo desnudo de vegetación circundado por rocas oscuras, y mi sombra alargada se proyectó sobre él. En ese momento oí distintamente una voz lastimera, pidiendo auxilio.
   Quedé sobrecogido de temor unos instantes, pero la curiosidad pudo más, y entré al círculo maldito frente al cual ladraron los perros. La voz volvió a oírse, esta vez más cerca, llamándome por mi nombre. Miré hacia todos lados: no había un lugar donde nadie pudiera esconderse. Grité al aire “¿Dónde estás?” Nadie respondió, y yo continué avanzando hasta situarme en el centro del campo. Entonces oí apenas “Aquí”. La voz venía de arriba, al menos eso me pareció. No había árboles cerca, ni pájaros; tan solo el cielo azul sobre mí. Desorientado, deambulé al azar, presa de una angustia invencible. “¿Quién eres?” pregunté al fin, sintiendo el alma en la garganta. Esta vez la voz fue casi inaudible, como si llegase desde una distancia infinita; aún así pude entender su respuesta: “Girolamo”…
   Una oleada de compasión me inundó barriendo cualquier otra sensación, al pensar en aquel joven atrapado en un abismo sin nombre. Volví mi vista hacia abajo, y encontré unas huellas aún visibles en el barro solidificado como cemento. Partían de un borde y se adentraban en el círculo, desapareciendo antes de llegar al centro; no había pisadas de regreso. Era como si alguien hubiese dado algunos pasos sobre el terreno, y a partir de cierto punto siguiese caminando por el aire. ¿Serían las huellas de Girolamo? Una idea loca cruzó por mi mente: yo podía seguirlas, e intentar rescatarlo. Fui hasta el borde del círculo, y me paré sobre la primera huella: ante mí se alineaba la fila de pisadas inconclusa, como una invitación al más allá.
   Caminé decidido sobre las pisadas, hasta que éstas se extinguieron. Allí me detuve; mi instinto me avisaba del peligro. A último momento se me ocurrió un ardid protector: cogí dos ramitas, y las dejé cruzadas a modo de señal, tras lo cual me interné en el círculo... nada ocurrió en apariencia, yo seguía caminando sobre el terreno, y no por el aire. Sólo me desconcertaba una oveja pastando que no había visto antes. ¿De dónde había salido? Pero entonces noté que las cabañas abandonadas a lo largo del camino ascendente hacia la cima donde yo me encontraba, estaban de hecho habitadas. Una de ellas largaba humo por la chimenea, otra mostraba cortinas bordadas en las ventanas. Incluso unos niños de pantalón corto jugaban al balero, lo cual me extrañó bastante. No había vuelto a ver ese juego desde mi infancia.
   Encantado con cuanto veía, decidí que no había riesgos a la vista, y comencé a bajar la cuesta para charlar con aquella gente. Pero a medida que avanzaba, el paisaje se iba tornando  árido y sin matices. No había rastro de casas. Sólo un desierto gris por todas partes. Alarmado, volví la vista atrás: la arcada macilenta asomaba aún sobre el promontorio, casi desmoronada. Volví corriendo, consciente de mi imprudencia, pero ya era tarde: la arcada había desaparecido.
   Estaba ahora yo sobre una cima pelada rodeada por abismos de sombra, bajo un sol rojo oscuro. A cada minuto su área parecía achicarse, devorada por una tiniebla impenetrable. Una voz comenzó a oírse, lejana aún. No era la de Girolamo, intuí, sino aquella otra voz escuchada años atrás en este lugar. Sus acentos eran los que ahora me llamaban con insistencia, provocándome un estremecimiento de pánico.
   Dónde… dónde están las ramitas cruzadas, pensé. Las había dejado por acá, ya sólo quedan unos pocos metros cuadrados antes que la sombra me atrape. Comencé a buscar desesperado, mientras la voz, las voces, me llamaban por mi nombre. Me tapé ambos oídos para no enloquecer, entonces vi frente a mí, a pocos pasos, las dos ramitas cruzadas. Avancé hacia ellas y las alcancé, mas no me detuve. Seguí marchando en la misma dirección, mientras el límite fatídico retrocedía hasta dibujar de nuevo ante mi vista un horizonte lejano.
   Yo estaba otra vez bajo el cielo azul, a lo lejos volaban los pájaros. Había vuelto a la realidad, cualquiera sea el valor de esta expresión. Miré las huellas de polvo gris que habían dejado mis zapatos: volvían de las dos ramitas cruzadas hasta el lugar donde yo estaba. Mis pasos previos en el interior del círculo eran invisibles.



















No hay comentarios:

Publicar un comentario