La gente de Parque Chas cuenta la siguiente
historia:
Sobre Avenida de los Incas hay un edificio
con ventanas en la planta baja. La más cercana a la esquina a veces se abre
para ofrecer baratijas sobre un tapiz carmesí puesto sobre el alféizar:
crucifijos tallados en una madera rara y perfumada; una campanilla dorada con
un mango largo rematado por la figura de un mongol, y cosas así. Este kiosco
informal es atendido por una señora de rostro vago, que parece mirar siempre
más allá de uno. Su nombre es Amalia, y tiene los ojos del color del mar.
A veces Amalia presta oído a voces
inaudibles, y les responde atenta o indignada. En una palabra, conversa sola.
Cuando le preguntan con quién habla, ella adopta un aire serio, y dice que
trata con sus proveedores. Piden demasiada plata por sus productos, se queja.
Nadie le hace caso, de todos modos, ni compra sus ofertas. Pero ella siempre
pone algo nuevo sobre el tapiz carmesí: una moneda con las efigies de un rey y
un caballo del otro lado, no grabadas al parecer, sino producidas por la
corrosión de algún ácido. O también, una bola de granito atravesada por un
túnel con forma de estrella.
En ocasiones Amalia se ausenta por largos
períodos. Quienes se asoman a la ventana ven su habitación vacía, sin un solo
mueble. También distinguen sobre el vidrio reflejos de extranjeros vestidos con
túnicas y alas de mariposa pegadas sobre la frente, trayendo pequeños cofres
cerrados que depositan sobre el alféizar. “Amalia se ha mudado”, dicen los
fisgones. Pero al tiempo la ventana abre sus hojas hacia adentro y ella vuelve
a ofrecer un cambalache inverosímil sobre el tapiz carmesí.
“Por fin caen las hojas rojas”, dice cuando
llega la primavera. Una vez, se pasó el día entero aplaudiendo un desfile de
caballos inexistentes. “Las yeguas azules son las que más me gustan”, confiesa
entusiasmada. “Sobre todo cuando tiran de esas carretas altísimas”. Hay quien
piensa que no está loca; si tan sólo uno pudiese pararse de su lado de la
ventana, vería lo mismo que ella. Pero la ventana tiene rejas. Y Amalia se
cuida muy bien de no dejar pasar a nadie, absolutamente a nadie, por su puerta.
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