Mal del sauce



Declaración del imputado Hugo Rial


   Usted me pregunta si maté a mi mujer y a mi hijo, y yo le respondo que fue el mal del sauce... se te mete adentro, en la sangre, y te va cambiando, hasta que ya no sos más el mismo. Si me hubiera vuelto a Rosario con ellos, hoy estarían vivos... pero no podía dejar la isla. Sabe, allá en el Delta dicen que los sauces lo llaman a uno, le hablan con el susurro de sus hojas al oído y le piden que se quede. Quién sabe...
   Ah, un Particulares, le agradezco. Son los que yo fumo... como le decía, yo llegué al Delta hace diez años. Todavía me acuerdo la primera vez que subí a la Interisleña con mi bolso al hombro: era una mañana de sol, y las maderas de la lancha brillaban con un lustre canela... me acomodé junto a una ventana, mientras los pasajeros hacían bambolear la embarcación a medida que subían. Y cuando el motor arrancó y el agua comenzó a correr formando olas detrás nuestro... sentí que mi vida pasada se esfumaba, y una nueva expectación se abría hacia el porvenir, que tomaba la forma de bosques y ríos a cuya vera montan guardia casas levantadas del suelo, con ventanas mosquitero y aleros de chapa.
   Cada tanto atracábamos junto a un muelle melancólico, donde se apeaba gente humilde, sin decir palabra. Pronto las paradas se hicieron menos frecuentes, a medida que nos adentrábamos en el Delta del Paraná: vastas extensiones silvestres ocupaban ahora las riberas, sin signos de habitación humana; ocasionalmente se veía algún muelle decrépito, señal cierta de abandono. Oteaba yo entonces tierra adentro, y ahí, semioculta entre sauces y malezas estaba la casa, fantástica en su ruina, a veces con un irrisorio cartel que en vano rezaba “se vende”.
   A usted podrá parecerle una bagatela esto que yo le cuento, comisario; cualquiera acá sabe lo mal que andan las cosas, y cómo la gente se va de las islas, buscando otra comodidad. Pero en ese tiempo, cuando yo me vine para el Tigre, me parecía raro ver tantas casas abandonadas, lugares donde uno se puede meter y vivir tranquilamente, siendo que allá, en Rosario, de donde soy yo, los chorros, los intrusos, se meten en la casa con uno adentro. Porque hay un problema de vivienda, y el cirujeo se la arregla como puede.
   Yo iba por el río viendo toda esa soledad, y créame que algo iba cambiando adentro mío, incluso antes de llegar a destino. Cruzamos el Paraná de las Palmas, que en ese punto supera los trescientos metros de orilla a orilla, y levanta olas como el mar, bah, digo, aunque nunca vi el mar. Pero las olas del Paraná son altas, como de dos metros, cuando está picado. Al otro lado embocamos de nuevo el laberinto de islas, hasta dar en el río Carabelas, que es como una avenida de agua donde convergen misteriosos arroyos llegando desde la espesura.
   Aquí se detuvo la embarcación, junto a un muelle de maderas podridas, que apenas se sostenía en pie. “¡La Aurora!”, me gritó el marinero desde la popa, y yo sentí un escozor de nervios por dentro, no sé porqué. Tomé mi bolso y bajé de la lancha con un ligero vértigo que no me paré a analizar. Solo en el muelle la vi alejarse, sintiéndome desnudo. Después miré frente a mí: el solitario caserón invadido de cañas y con los techos hundidos lucía efectivamente un letrero que rezaba “Aurora”.
   Me aproximé a la puerta y abrí con la llave que me había dado mi hermana; adentro estaba oscuro, pese al día soleado, por la presencia cercana del bosque. Quise sentir una bienvenida en los muebles pasados de moda de estilo americano; en los vasos cincelados y el reloj de pared; me gusta ese tipo de muebles, me hace acordar a mi madre. La casa es bastante grande; tiene una enorme cocina a leña, donde lleva media hora calentar un mate; eso cuando uno tiene agua, porque, por supuesto, no hay canillas. El primer día estuve en ayunas, antes de cocinar tuve que colar agua de río en unas cubas de barro hasta volverla potable. Pero esa noche, sorbiendo mi mate junto al fuego, me sentí verdaderamente en casa.
   Disculpe, comisario, que vaya al paso, pero si cuento todo a la rápida usted no va a entender. ¿Qué puede saber un porteño lo que es el mal del sauce? Viven al lado del Delta, pero es como si fuese otro mundo, algo lejano... Y tiene sus propias leyes, le aseguro, que no son las que hace cumplir la Prefectura. Una vez instalado, procedí a inspeccionar con más detenimiento la propiedad, para ver por dónde empezar las refacciones. Mi hermana Delia me había encargado remozar la casa, me dio unos pesos y muchas recomendaciones: “Quedate cuanto quieras en la Aurora, pero dejámela linda para el verano, cuando me vaya con el Chelo a pasar las vacaciones”, eso me dijo.
   El tal Chelo es estanciero, un tipo de guita, no sé cómo hizo Delia para enganchárselo, porque ya no es una piba. Siempre anda muy atildado, con un pañuelo de seda anudado al cuello; él puso la plata para los arreglos, ni que decir tiene. No es mal tipo, pero a mí me caía mejor el difunto Ricardo, mi cuñado. Desde que él murió, la casa se vino abajo, porque Delia ya no pudo mantenerla, y además, no quería ir sola a la isla. Al fin, después de tantos años, decidió recuperarla, con la guita del punto; y ahí se acordó de mí, que para algo soy maestro mayor de obras.
   Ahora estaba yo con mi mate en la mano, comprobando despaciosamente los estragos del tiempo en lo que un día había sido una hermosa cabaña con jardín. Las paredes estaban cubiertas de hongos; puertas y ventanas habían perdido el barniz, tornándose grises sus maderas a causa de la lluvia: evidentemente haría falta un lijado profundo, con aplicación de impermeabilizante antes de pintar, si no quería echar en saco roto mi trabajo. El problema mayor, no obstante, estaba en el dormitorio del fondo: allí un ala del techo se había derrumbado, a causa de alguna tormenta pasada, dando paso a un renaciente salvajismo de plantas que habían invadido lo que otrora fuese habitación humana. El piso no se reconocía, prácticamente desintegrado, y cubierto por una capa de polvo blancuzco o detritos; lo que es peor, las paredes rotas desnudaban sus entrañas, como una herida que mostrase el hueso. No estaban hechas de ladrillo, sino de adobe sostenido por una red de tirantes: debía arrancar lienzos completos, y reemplazarlos par planchas de durlock, o bien reconstruir la habitación entera.
   Cavilaba sobre esto frente a la ventana del fondo, que daba a un increíble panorama de cañas, demasiado cercano para mi gusto. Salí al porche trasero, donde me recibió un silencio de muerte: sólo veía cañas ante mí, en número aparentemente infinito, sitiando la casa como un ejército inmóvil y amenazador. Nada se movía; ni un pájaro, ni siquiera un insecto... el viento mismo parecía detenido en este sitio, bañado por una desolada luz gris.
   Mi ánimo se encogió de manera instantánea, atenazado por la tristeza, a tal punto que hube de huir de allí, atravesando la casa y saliendo por el frente hasta el muelle, donde pude atisbar el brillo del sol sobre las copas de los árboles. Esto me permitió recobrar el dominio de mí mismo, al comprobar que una parte, al menos, del paisaje que me rodeaba pertenecía al reino de la vida y la luz.
   ...Gracias por el cigarrillo, comisario, es usted generoso. Aunque temo que esto va por mi confesión, que es lo que usted espera obtener. Le voy a dar el gusto, no se preocupe, todo se lo voy a contar, sin esconder nada, y usted sacará sus conclusiones. Como iba diciendo, esos primeros días de mi vida en la isla los aproveché para hacer habitable la casa y organizar mi trabajo. Lo primero que ataqué, con la ayuda de un machete encontrado en un viejo baúl, fueron esas malditas cañas que cercaban el fondo de la casa, quitándole luz. Podía sentir el quejido de la planta al ser cercenada, pero no me detenía, poseído como estaba por un frenesí asesino, semejante al que podía experimentar un antiguo guerrero decapitando enemigos con su espada.
   Al cabo de algunas horas estaba agotado, y no había limpiado más que unos pocos metros cuadrados de cañaveral. “Esto no entraba en el presupuesto”, me dije, sonriendo para mí, mientras entraba a la casa, dando por finalizada la tarea del día. Esa noche encendí un fuego bajo las estrellas, y puse a asar carne comprada a la barcaza que aprovisiona las islas. Mientras las brasas echaban chispas, sentía el aroma de las costillas dorándose, y pensaba que me estaba gustando la vida en la isla. A fin de poder disfrutarla plenamente, debía domesticar la naturaleza, que había mostrado su cara más salvaje al avanzar sobre la casa en ausencia de sus habitantes.
   Puse la mesa al aire libre, bajo la copa gris pálido del sauce, y comí despacio, saboreando cada bocado de carne asada, como sólo puede hacerlo quien no tiene ninguna preocupación. Tarde me fui a dormir, satisfecho, y caí en un sueño profundo. De madrugada me despertó un ruido insólito, como el que haría una multitud de cañas al crecer. Tomé mi linterna y salí al fondo de la casa, pero no vi nada, excepto la siniestra muralla de lanzas vegetales, antes silenciosa, de donde provenían ahora sordos crujidos y roces de hojas alternados con estallidos secos. “Las cañas crecen de noche”, pensé, extrañado, mientras alumbraba los tallos inmóviles. Una inquietud indefinida se apoderó de mí, ante la sospecha de que allí había algo anormal.
   Di media vuelta y entré a la casa, dispuesto a dar por terminado el incidente. Al pasar por el dormitorio sin techo, mi linterna reveló algo que me puso la piel de gallina: era la huella dejada por un cuerpo mojado, recostado recientemente en el suelo. ¿Había huido hacia el cañaveral, al sentir que yo me levantaba de la cama? Instintivamente fui a buscar mi machete, porque el intruso podía rondar cerca. Con el arma en la mano volví a atravesar la casa en tinieblas, mis sentidos alerta. ¿Qué clase de persona se dedicaba a rondar por la noche en esa isla solitaria? Debía ser un loco, eso, un vagabundo demente, porque si fuera un ladrón ¿para qué se hubiese acostado allí? Por suerte mi dormitorio tenía una puerta con traba que me apresuré a cerrar, recobrando así mi seguridad. Volví a acostarme, dejando el machete a mano, y pude dormir de un tirón hasta el amanecer.
   Al otro día revisé la casa entera, por si las moscas, antes del desayuno. “No hay moros en la costa”, me dije, como si alguien me vigilase. Así que me preparé un mate, y un buen pan con manteca antes de encarar el día, que prometía ser peliagudo. Una vez desayunado, aferré el machete y me encaminé al fondo... Por poco no pego un grito cuando vi el cañaveral. ¡Había avanzado lo menos dos metros! Le juro, comisario, que digo la verdad. Lo que yo había despejado el día anterior era un buen pedazo, digamos, del tamaño de un coche. Pero ahora había apenas lugar para pasar entre el cañaveral y la casa.
   Quedé un rato como atontado, y sin reacción... de pronto di un salto, iluminado por una idea: ¡Quemaría el cañaveral! “Ya veremos, cañas estúpidas, quién es más fuerte”, grité al bosque inmóvil, como si me pudiese oír. No veía el momento de poner manos a la obra. Antes de iniciar un incendio, sin embargo, convenía estudiar el terreno, para no dañar a terceros. Hasta entonces, no me había preocupado por saber si tenía vecinos, o quiénes eran. Decidí dar una recorrida por los alrededores, y advertirles de mi proyecto, por si tenían algún reparo. Me calcé un sombrero de paja que encontré por ahí –creo que era de Ricardo- y salí bordeando el río hacia el norte.
   Crucé un pequeño arroyo que delimitaba la propiedad de mi hermana, haciendo equilibrio sobre un tronco tendido a guisa de puente; algunas decenas de metros más allá vi una casa abandonada, completamente invadida por la vegetación. A primera vista se notaban destrozos irrecuperables, era como un cuadro futuro de la Aurora, un presagio que se cumpliría inexorablemente si yo no lo impedía. Sabe, el albañil hace magia, entonces lo comprobé, primero construye, y luego refacciona o mantiene, anulando el paso del tiempo. Uno ve una casa de cien años, pintadita, en condiciones, y dice “se conserva bien”. Pero si no fuera porque nosotros, los albañiles, metemos mano, ya quisiera ver lo conservada que estaría, sería una ruina. Lo que pasa es que en la ciudad, uno mucho no se da cuenta de eso, todas las casas tienen quien las mantenga, pero en el Delta es otra cosa. Acá, el tiempo no tiene piedad.
   Pasé de largo, pero el sendero se puso intransitable poco más allá. Porfiado, me interné por la espesura, donde otra casa era prácticamente invisible. Logré llegar hasta sus muros cubiertos de raíces, que apenas guardaban parecido con una habitación humana. Sobre el frente verdinoso crecía un árbol, sí, un árbol de modesto tamaño. “No creo que nadie se queje si el incendio llega aquí”, me dije, a modo de conclusión, y emprendí el regreso. Pasé frente a la Aurora y seguí bordeando el río hacia el sur, donde un puentecito de tablas cruza un arroyo cantor. Aquí me detuve a meditar, bah, es una manera de decir, paré un rato a sentirme vivir. Este lugar se convirtió en mi favorito mientras estuve en la isla, y más por la razón que ahora usted va a entender. Al otro lado del puente me recibieron unos perros bravos, que defendían su territorio con fiereza. No exagero si digo que me mantuvieron a raya hasta que llegó la dueña a hacerlos callar.
-Buenos días –me presenté-. Soy Hugo Rial, su nuevo vecino.
-Mucho gusto, Rosaura –dijo ella, y me tendió la mano.
-¿Vivís vos sola acá? –la tuteé, al ver lo joven que era.
-No, con mi papá –respondió, haciendo un ademán hacia la casa-. Ahora se fue a buscar leña.
-Bueno, te lo comento a vos, entonces. Resulta que tengo el fondo de la casa invadido de cañas, y las quiero quemar, pero antes de empezar el incendio venía a avisarles a ustedes, no sea cosa que haya chicos jugando o animales que puedan peligrar.

   Ella me miró un rato, menos interesada en mi discurso que en mí mismo, eso al menos me pareció.
-Chicos no hay –fue la respuesta- y tampoco animales, salvo los perros. Pero yo los puedo tener en la casa hasta que termine el fuego.
-Diez puntos. Te lo voy a agradecer –vacilé un momento, quería prolongar un poco más ese encuentro- Decime, este arroyo, ¿a dónde lleva?
-Al pantano. Mi papá iba a cazar carpinchos allá.
-¿En serio?
-Ahá.
-Parece interesante. Algún día le voy a pedir que me enseñe.
   Rosaura pareció reflexionar un momento.
-No creo que papá te acompañe al pantano. Una vez vio algo que no le gustó ahí y desde entonces no volvió a cazar.
-¿Y no te dijo qué era?
-No.
   Esta vez fui yo quien se quedó pensando.
-Bueno, yo también vi algo que no me gustó anoche. Un loco parece que entró por la ventana al dormitorio del fondo, y dejó la marca de su silueta mojada en el suelo.
  Los ojos de Rosaura mostraron súbitamente una expresión de miedo.
-El Muerto del Pantano...
-¿Qué?
   Ella parpadeó, como queriendo ahuyentar una visión.
-Es una superstición isleña. La gente dice que cuando ves huellas mojadas, es que te está buscando el Muerto del Pantano. 
-¿Y qué pasa cuando te encuentra?
   Rosaura hizo el gesto de ahorcarse con las manos, pero no sonrió. Es evidente que se tomaba en serio lo que ella misma llamaba “superstición”.
-Ojalá me deje vivir hasta el verano, porque tengo que pintarle la casa a mi hermana –dije con  tono ligero, aunque yo mismo estaba preocupado por el incidente nocturno-. Bueno, gusto en conocerte, Rosaura, espero que podamos charlar de nuevo pronto.
-Chau, encantada. 
   Volví a la Aurora contento como un colegial, y eso que ha habido mujeres en mi vida. Pero Rosaura era hermosa, con una cabellera negra como la noche y unos ojos de ensueño, casi violetas, destellando en el rostro pálido... yo le calculaba unos dieciséis años, la mitad de mi edad entonces, aunque no me pareció que se intimidase por eso.  Pensaba en ella mientras rociaba las cañas con gasolina comprada a la barcaza; arrojé el bidón con el último resto y prendí fuego: enseguida brotó una llamarada que se expandió por el bosque.

Horas después aún ardía, confinada por el arroyo que delimitaba la propiedad hacia el sur.
   Al atardecer pude comprobar los efectos del incendio: me había ahorrado todo el trabajo, la casa volvía a tener parque hasta la curva del arroyo. Sería sencillo limpiar los restos de cañas quemadas y hacer nacer allí un jardín. Esa noche me acosté satisfecho, luego de mi acostumbrada cena bajo el sauce. Pensé en la alegría que tendría Delia al ver su casa restaurada, rodeada de pasto y flores. Era una visión de cuento de hadas, comparada con el siniestro aspecto actual de la Aurora. Yo debía hacer realidad esa visión, la haría realidad a pulso, y se la mostraría también a Rosaura. Quería que ella viese lo que era capaz de hacer... con estos pensamientos me dormí, y mis sueños fueron serenos, ahora que el cañaveral había retrocedido, liberando de su abrazo a la casa.
   Los días siguientes trabajé de firme, reparando los techos. A veces, trepado allá arriba, me erguía para mirar a lo lejos, haciendo visera con la mano. El arroyo relumbraba entre las cañas, misterioso y sombrío; soñaba con los esteros pantanosos, allá lejos, cada vez más me atraía la idea de internarme en busca de una presa mayor con cuyo cuero adornar el comedor.
   No se impaciente, comisario, ya sé que voy despacio. Pero como dicen los viejos italianos, piano piano... sí, eso, andiamo lontano. Bueno, como decía... una noche tomaba mate bajo el sauce, viendo el río ondulante y negro recién estremecido por el paso de una barcaza cargada de troncos, cuando oí un aullido... venía de la orilla de enfrente, era como el aullido de un perro, pero iba variando de tono, casi como una canción... no sé porqué se me pusieron los pelos de punta, nunca escuché aullar un perro así. Eso se repitió varias noches, yo trataba de no darle importancia, pero la verdad me ponía nervioso.
   Cuando los techos estuvieron listos, se largó una lluvia de aquéllas, yo me tiré en la cama a oír, era un chaparrón ensordecedor: ¡adentro no caía una gota! Me dije Hugo, te pasaste de albañil, ya sos un maestro techista. Llovió todo el día, y cuando paró salí al puentecito sobre el arroyo, a ver las flores tocadas por un rayo de sol. Quería verla a Rosaura, estaba enamorado de esa piba. Y si le digo que en ese momento ella salió de su casa y se vino al puente... yo no cabía en mí de felicidad, le juro.
-Hola, no te vi estos días...
-Si sos vos quien no viene por acá...
-Tenés razón, estuve trabajando duro en la casa.
-¿Y cómo está quedando?
-Bien, más que bien. Ayer terminé el techo y hoy con este aguacero no pasó una gota.
   Rosaura palmeó, entusiasmada.
-¡Sos todo un experto! A mí me encanta oír la lluvia sobre el techo, hoy me pasé horas oyéndola repicar...
-No me digas, yo estuve haciendo lo mismo...
-¿En serio?
   Yo la miré de frente, perdido en sus ojos.
-En serio.
   Ella desvió la vista, turbada. Jugaba con sus cabellos, haciéndose rizos como una niña.
-¿Oíste cantar a la víbora?
-¿Cuál víbora?
-La otra noche...
-Ah, sí... yo pensé que era un perro.
-No, qué va... un perro no...
-¿Y desde cuándo cantan las víboras?
-Silban para atraer a los pájaros. Entonces el pajarito va, creyendo que lo llama otro, y ¡zas! La víbora se lo come.
   Yo tenía aún mis dudas sobre el canto nocturno, pero no quise discutir. Cerca nuestro llegaba la copa de un carbonero rosado, con flores erizadas de filamentos delicados, como estallidos débiles de color. Corté una y se la ofrecí a Rosaura.
-Gracias.
   Quedó mirándola, sin atreverse a levantar la vista hacia mí. Yo callaba, no quería romper la magia del momento con una declaración prematura: ella era una escolar, el amor de un hombre podía asustarla. Su perro llegó moviendo la cola, y Rosaura se fue jugando con él. Apenas me saludó de lejos, y entró a su casa. Yo volví caminando despacio, sintiendo esa plenitud que sólo el amor sincero de una mujer puede crear en el pecho de un hombre.
   Esa noche oí el canto que llegaba de la espesura al otro lado del río... no era un perro, ni una víbora; no sé qué era. Yo estaba fascinado; la primera impresión de miedo había pasado, y ahora quería seguir oyendo. Lo desconocido atrae, y así es como un día nos vamos por los caminos de la muerte, nunca antes pisados.
   Me fui a dormir con esas notas inauditas resonando en el caracol de la oreja, pronto el sueño me atrapó como a una mosca en su telaraña. Pasé malas horas, perdido en una maraña de visiones angustiantes. A medianoche desperté, con el corazón desbocado: alguien exigía entrar con golpes amenazadores. Por un rato quedé inmóvil, sin atreverme a salir de la cama; los golpes sonaban brutales contra la puerta. Me armé de valor y salí a la noche, pero no vi a nadie. Volví a la casa, tranqué la puerta y traté de dormir, aunque los golpes se reanudaron con violencia, como una andanada de coces sobre el techo. Sólo Dios sabe cómo pude conciliar el sueño en tales condiciones.
   Por la mañana emprendí una inspección concienzuda de los alrededores, sin hallar la menor huella del agresor. Di la vuelta por el fondo, ahí me esperaba una desagradable sorpresa: las cañas sitiaban de nuevo la casa, era anormal la vitalidad de esas plantas. En pocos días habían recuperado casi todo el terreno perdido, gracias a una proliferación inverosímil de brotes nuevos. Desalentado, subí al techo: no había un solo proyectil caído, nada que permitiese explicar el estrépito producido la noche anterior.
   ¿Me estaba volviendo loco? Por momentos lo pensé, comisario, pero espere a que le cuente esto: cuando volví a entrar en la casa, me puse a preparar filosóficamente mi mate. Entré al dormitorio a tender las sábanas, mi ojota se había ido bajo la cama y yo me agaché a recogerla... entonces... no me crea loco, comisario... entonces vi el piso debajo de la cama todo cubierto con marcas de cascos, como si un caballo hubiese andado ahí coceando...
   Disculpe, yo no sé porqué me pasan estas cosas a mí, si le pasaran a usted ya quisiera verlo tan empacado y seguro de sí mismo...
   Bueno, ese día decidí salir de la Aurora, y entrarme al pantano a cazar carpinchos, como lo tenía planeado hace tiempo...arrastré al agua el bote que Delia tenía arrumbado en la galería, cogí machete y lazo, y me fui por el arroyo remando... yo no sé si será el desliz en silencio, la sensación de misterio o el reflejo de las frondas en el agua, todo forma un encantamiento que a los isleños nos impide salir del Delta: nada se compara con esto, nada.
   Me fui lejos, hasta donde otros arroyos confluyen en la soledad de un espejo de agua tapizado de camalotes: había llegado al estero. Navegar por aquí es entrar a un ámbito sagrado, ajeno al mundanal ruido. Otros sienten eso al rezar en una iglesia; yo no. Pero este lugar lo sobrecoge a uno, el ánimo se impregna de una tristeza solemne, y no es necesario orar, porque la comunión con la naturaleza sobrepasa las palabras.
   Allá entre las cenefas vegetales echó a nadar una familia de carpinchos, yo remé en su persecución, internándome cada vez más en ese país de agua y cielo. Llegábamos a una barrera de camalotes y juncos muy densa, mis presas estarían a salvo allá, de modo que braceé con fuerza para no perder mi oportunidad. Los carpinchos se metieron entre los juncos, pero aún quedaba visible el último, un ejemplar gigantesco. Preparé el lazo y me incliné sobre el agua, aprovechando la velocidad que traía el bote. Al límite de la barrera enlacé al carpincho, y de un machetazo limpio quebré su espina dorsal: quedó muerto al instante. Decidí llevarlo a la rastra de la embarcación, su peso descomunal me impedía subirlo a bordo. Estaba orgulloso, de sólo pensar la impresión que haría en Rosaura llegando con semejante presa...  
   Comencé a rodear la barrera de camalotes y juncos, por ver si daba paso, pero era cerrada y densa como un tejido. Si metía el bote por ahí podía quedar varado, así que me alejé de la barrera y fui a dar en tierra firme, donde dispuse un frugal almuerzo debajo de un árbol.
   Me sentía pleno, como hombre quiero decir. Usted sabe, en la ciudad uno vive como preso, no hay campo para la virilidad, salvo en la construcción, que es mi trabajo. Pero ahí uno es un esclavo... a mí no me saquen de la isla. Bueno, estaba de lo más campante, comiendo mi vianda, mientras escudriñaba la barrera de camalotes... ése debe ser el pantano del que me habló Rosaura, pensé. ¿Qué habrá al otro lado? Mi vista siguió la línea de camalotes y allá lejos tropezó con lo que parecía... un bote varado. Me paré a ver mejor, pero no estaba seguro. Terminé mi vianda, mientras me iba creciendo la intriga por dentro.
   Necesitaba un punto de vista diferente, así que decidí trepar al árbol para salir de dudas. Era un eucalipto grande, con nudos en el tronco que me ayudaron a subir. Alcancé una rama a quince o veinte metros del suelo, se balanceaba peligrosamente, pero una vez que estuve sentado en ella, el panorama era incomparable.
   Podía ver perfectamente la barrera vegetal extendida como un tapiz vertiginoso alrededor de una isla de tierra firme, en el corazón mismo del pantano. El bote –porque era efectivamente un bote, pintado de rojo y blanco- estaba varado cerca del borde exterior de la alfombra vegetal, esperando a su dueño. Me pregunté dónde estaría, en medio de aquella desolación. ¿Se habría ahogado?
   Esta era una posibilidad, aunque también podía haber abandonado el bote varado, y cruzado el estero a nado. Miré de nuevo hacia la isla, escondida tras el pantano: no se veía tierra por ningún lado, sólo un oscuro bosque de cañas y matapalos. Ciertamente, no invitaba a visitarla. Alguien, sin embargo, había ido allá, a juzgar por los dos remos paralelos hundidos en el cieno, a orillas de tierra firme. Recién ahora los veía: tenían atados unas correas de cuero, para usarlos como zancos. El dueño del bote había encontrado la manera de cruzar el pantano, y ahora estaba en la isla.
   Admiré su audacia, aunque sin explicarme el motivo de tanta curiosidad. ¿Y si hubiese ido a enterrar un tesoro? Por un rato estuve esperando que apareciera de vuelta, pero al fin me cansé y bajé del árbol. Allá el tipo con sus misterios. Subí al bote y remé de vuelta a casa, llevando a remolque el carpincho. Llegué al atardecer, cuando ya los reflejos de la foresta en el agua eran sólo sombras. Rosaura estaba esperándome en el puente, de inmediato sentí que algo malo pasaba.
-Papá desapareció.
-¿Cómo?
-Salió con el bote anoche, y no volvió.
-¿Te dijo dónde iba?
-No... pero lo vi bogar hacia el pantano.
   Yo recordé de inmediato el bote varado y la extraña impresión que me hicieron los remos clavados a modo de zancos en el cieno, pero no quise mencionarlo a Rosaura.
-Tal vez se demoró siguiendo un rastro. Debe estar por volver.
-No... él nunca me deja sola tanto tiempo.
-Calmate... si no llega esta noche, mañana lo voy a buscar.
-Los últimos días estaba obsesionado... quería matar esa cosa que ronda por la noche.
-¿El Muerto del Pantano?
   Rosaura asintió, pálida.
-Ahora entiendo quién te puso esa idea absurda en la cabeza: tu papá.
-No es un invento de él... por acá todos saben la historia.
-Contámela entonces, así me entero. Yo ya soy un isleño más.
   Rosaura se inclinó sobre la baranda del puente, mirando el agua.
-Hace muchos años, cuando papá era chico, acá en la isla nació un monstruo, un ser humano deforme. Los padres sintieron asco, y lo echaron al pantano para no tener que criarlo. Debe haberse ahogado, pero tiempo después la gente empezó a verlo rondar por ahí, siempre mojado... entonces dijeron que era el muerto que volvía, y lo llamaron el Muerto del Pantano.
-¿Y qué quiere? ¿vengarse?
   Rosaura se encogió de hombros.
-Noches atrás sentimos ruidos que ponían los pelos de punta... y papá decidió salir a buscarlo, antes que él nos encuentre a nosotros dormidos.
-Bueno, yo también oí ruidos... y vi algunas marcas... pero no pudo dejarlas una persona.
-Cuando él odia a alguien, puede echar su casa abajo, como un viento furioso.
-Yo no le debo caer simpático entonces, porque casi me hunde el techo.
-Cuidate, Hugo, no quiero que te pase nada malo.
-Yo tampoco quiero que te pase nada... ni a tu papá.
   Acompañé a Rosaura hasta su casa, e hice lo posible por disipar su inquietud. Por fin se calmó un poco y me despedí, deseándole buenas noches. Ya había oscurecido, arrastré el carpincho hasta la galería y lo cubrí con una lona, para que no lo olieran los perros. Prendí el farol y me preparé algo de comer...
   Al agente que copia esta declaración le deben estar doliendo los dedos de tanto escribir... no es mi culpa si mi historia es difícil de explicar, y de creer. Yo cuento lo que pasó, usted sabrá si saca algún provecho...
   Bueno, esa noche... esa noche llovió. Era una lluvia lenta y poderosa, como para varios días. Yo me dormí preocupado, pensando en el bote varado allá en la soledad del pantano. Tenía el pálpito de que el papá de Rosaura no iba a volver. Y ella también lo sabía. No me atraía ir a explorar esa isla boscosa donde él se había perdido. Podía pedir ayuda a la policía, pero eso significaba perder un día entero al otro lado del Paraná de las Palmas. Mejor iba yo solo.
   En estas reflexiones estaba, tendido en mi cama, cuando por sobre el ruido uniforme de la lluvia oí distintamente el crujido insidioso de cañas creciendo, muy cerca de la casa. Me asomé a la pieza del fondo todavía sin terminar, y vi el hueco de la ventana tapado por las cañas, como si fuesen los barrotes de una cárcel. Estaba literalmente sitiado, el espacio entre la casa y el cañaveral había desaparecido. Y en las profundidades de ese bosque de lanzas inmóviles se movía algo... no me gustaba cómo se movía. A ratos corría como un cuadrúpedo, y a ratos caminaba como una persona... por momentos lo perdía de vista entre las cañas.
   Me quedé ahí, paralizado por la curiosidad o por el miedo, viéndolo venir. En un momento desapareció, oculto por el cañaveral, y luego... estaba frente a mi ventana mirándome fijo con ojos malignos, como una araña. Sus colmillos refulgían en el rostro caballuno y negro, el cuerpo flaco, peludo, manaba un olor pestilente a agua corrompida. Extendió hacia mi cuello unas manos deformes como pies de mono, queriendo alcanzarme a través de la ventana.
   Yo retrocedí, arrancándome al hechizo, y volví precipitadamente a mi habitación. Corrí la tranca y quedé vigilando junto a la puerta, con el corazón en la boca. Al rato oí pisadas como de cascos de caballo, lentas, vacilantes, avanzando por el pasillo, hasta que se detuvieron junto a mi puerta. Contuve la respiración. Del otro lado me llegó un hedor insoportable, el aroma concentrado del pantano. Tuve arcadas, no sólo por el olor, mayor era mi repugnancia moral por ese ser hecho con lo más bajo y ruin del reino animal, sin parte noble alguna. El acecho duró toda la noche, mientras afuera llovía yo sentía esa presencia siniestra, inmóvil frente a mi puerta. Por fin al alba se retiró, y yo pude dormir de agotamiento hasta el mediodía.
   Cuando desperté seguía lloviendo; me acerqué a la puerta y agucé el oído por las dudas, aunque mi sexto sentido me decía que ya no había peligro. Corrí la tranca y salí al pasillo, donde un charco de agua podrida había dejado su huella en el piso de madera. Me asomé a la ventana del comedor: una delgada capa de agua cubría la tierra, de momento lo atribuí a mal drenaje del suelo. Había olor a pantano adentro de la casa. Me invadió un desánimo completo, nunca iba a poder arrancar la Aurora de la ruina. Las cañas la rodearían una y otra vez, hasta tragársela. Y esa cosa demente sentaría sus reales aquí, después de acabar conmigo, si yo no me fugaba antes...
   Fui en busca del porrón de ginebra y le di un largo beso. No tenía ganas de prepararme comida, ni de hacer nada. De todos modos era imposible salir a buscar al papá de Rosaura bajo esa lluvia. Me quedé en la hamaca, viendo resbalar las gotas por los vidrios de la ventana. Pasaron las horas, el día se hizo más oscuro, yo era apenas una sombra opaca en un rincón de la habitación.
   Por momentos la película de agua se hacía tan densa, que los vidrios parecían dobles. Cuando amainó la lluvia me asomé a mirar el paisaje, y descubrí que la capa de agua sobre la tierra ahora tenía olas, y más de un metro de profundidad: el río había crecido, e inundaba la isla.
   Usted ya sabe de qué hablo, comisario, era la gran crecida del ’88. Justamente me vino a tocar a mí eso. Las riberas desaparecieron bajo el agua, desde mi ventana veía las casas de enfrente como flotando en el río ensanchado. Sé que mucha gente se ahogó, pero la isla nuestra es bastante alta, por eso pensé que el río podía bajar antes de inundar la casa.
   La Aurora está un buen metro y medio levantada del suelo, como todas las casas del Tigre, eso daba cierto margen para esperar el pico de la crecida con los pies secos. Pensé en Rosaura, aislada en su casa y sin noticias del padre: ahora no podía socorrerla.
   La noche fue cayendo, mi ánimo mejoró, paradójicamente, por efecto de la crecida. Saqué la caña de pescar con repentino buen humor, encarné el anzuelo con una lombriz y lo eché al agua por la ventana. Nunca había pescado tan cómodo, sin levantarme de mi hamaca. Con decirle que pesqué una mojarra y todo, muerto de risa la puse directamente sobre la sartén. Había parado de llover, y daba gusto mirar la noche por la ventana, manteniendo tensa la línea. Tan entretenido estaba, que no noté el agua dentro de la casa, creciendo hasta inundar el pasillo y el dormitorio. Cuando me quise dar cuenta, el río había inundado la mayor parte de la Aurora, y debía evacuar. Corrí al dormitorio por mis botas, metí una muda de ropa en una bolsa impermeable y salí de nuevo por una linterna. Tomé el machete, y... y nada, había que salir, el agua crecía por minutos, ya me daba a la rodilla en el comedor, al fondo del pasillo la profundidad era el doble.
   Salí a la noche, con la ayuda de la linterna logré encontrar el bote todavía amarrado al muelle sumergido. Nadando me acerqué a él y lo abordé, una vez allí mudé la ropa mojada por la que llevaba en el bolso. De un machetazo corté la amarra y remé hacia la casa de Rosaura. Temí haber llegado tarde, al ver puertas y ventanas tapadas por el río, sin casi resquicio libre.
-¡Rosaura!
   Grité más muerto que vivo, pero una voz desde adentro de la casa me hizo respirar de nuevo.
-¡Hugo, ayudame!
-¿Dónde estás?
-Parada sobre una heladera junto a la chimenea, pero no puedo subir.
-Esperame.
   Arrimé el bote a la casa y de un salto estuve sobre el tejado llevando conmigo la amarra, que até a la chimenea. Iluminé el pozo con la linterna y allá estaba Rosaura, atrapada en el fondo. Me estiré cuanto pude y alcancé a aferrar su mano; luego, como en un sueño, la levanté hasta mí. Nos abrazamos unos momentos sin decir palabra y subimos al bote.
   Yo la cubrí con mi saco y eché a remar, sin saber hacia dónde. El mundo era sólo agua y forestas, no había manera de orientarse en aquella inmensidad. Y este navegar sin rumbo prefiguraba nuestra vida futura, sin casa, sin trabajo, sin ayuda de nadie.
   Árboles gigantes formaron un túnel sobre nosotros, yo lo seguí fascinado hacia una estrella sin nombre. Rosaura había apoyado su cabeza en mi regazo, su mirada huérfana parecía decir: eres todo cuanto tengo en este mundo, tu destino es el mío. Navegamos toda la noche entre las frondas, guardando silencio.
   Así fue como llevé a Rosaura a vivir conmigo, y nunca nos separamos, nunca. Yo no pude elegir otra vida, comisario. La conocí en la isla, ahí me enamoré de ella, y para mí, Rosaura y el paisaje del Delta son una misma cosa. ¿Se imagina a los dos viviendo en Rosario, en una villa miseria? ¿después de sentir que nuestras almas volaban, sí, volaban como pájaros gloriosos sobre el río?
   Por eso me quedé en la isla. No había elección para mí. Y si ella y el chico se murieron... fue culpa de los sauces, los sauces que me llaman, y no me dejan ir.


Acta de denuncia


   Habíamos decidido pasar la Semana Santa en el Delta, mi mujer, Cris, mis dos hijos, Gabriel y Verónica, de nueve y siete años, respectivamente, y yo. Tomamos la Interisleña hasta la confluencia de dos ríos con el Sarmiento, donde había un buen restaurante, según me dijeron. Los chicos estaban felices con el viaje en lancha, de hecho es la mayor atracción en un paseo por el Tigre. Mientras se aproximaba al muelle, la embarcación pasó junto a una construcción ruinosa con un letrero deteriorado: Hotel Tres Bocas. El atracadero donde nos detuvimos pertenecía antiguamente a ese hotel, importante por lo visto en otro tiempo. Desembarcamos y nos fuimos a explorar la isla a nuestro sabor.
   Anduvimos por los senderos que bordean el canal interior, robando flores de los jardines. Las casas parecían acogedoras, con cortinas tejidas al crochet en las ventanas; nuestro corazón vagabundo deseaba tener allí su albergue. Los chicos corrían a ver pasar las lanchas desde arriba de los puentes; permanecían un rato viendo la estela y volvían a reunirse con nosotros. “Acá las calles son de agua”, dijo Gabriel, asombrado. “Y los autos son lanchas”. Regresamos al punto donde nos dejó la Interisleña, para almorzar sobre la ribera del Sarmiento. Al pasar por los fondos del Hotel Tres Bocas un hombre me encaró intempestivamente.
-Si quiere una habitación barata, acá le puedo ofrecer una.
-¿A cuánto?
-Treinta pesos.
-Bueno... voy a ver.
   No dejó de sorprenderme que el Hotel funcionara aún, parecía totalmente abandonado. De momento descarté la oferta, aunque era conveniente para mi bolsillo; la isla debía ofrecer algún albergue mejor. Almorzamos frente al río, en el restaurante que me habían recomendado, atendido por dos gays. Después salimos por la ribera del Sarmiento, teniendo enfrente una hermosa vista de bosques y playas de arena. Pasamos por la hostería Bora-Bora, atendida también por gays: costaba cien pesos la noche. Seguimos hasta el límite de la isla, desde allí avistamos el mirador redondo donde pegan la vuelta los catamaranes.
   De regreso comenté a Cris la oferta que me había hecho el tipo del Tres Bocas: si la habitación era pasable, convenía tomarla. Llegamos tarde y con lluvia al Hotel, el tipo estaba al acecho detrás de una ventana.
-Venimos a ver la habitación.
-Ahí bajo a abrirles.
   La lluvia arreciaba, no teníamos elección. Aunque fuese una pocilga nos quedábamos.
-Pasen, pasen... uy, qué lindos chicos.
   Subimos al primer piso y luego seguimos al hotelero por un pasillo oscuro, a cada lado del cual se veían cuartos ruinosos, sin puertas ni ventanas, hasta la única habitación en condiciones que había en el Hotel. Esta al menos tenía dos camas recién tendidas, suficiente para pasar la noche.
-Está bien, nos quedamos.
-Claro, éste es un hotel de primera. Acá vino Eva Perón...
-¿En serio?
-Sí, lo construyó el sindicato.
-¿Y qué pasó después? ¿lo abandonaron?
-...
   Mi interlocutor tenía la mirada perdida, al menos eso me pareció. Entretanto, Cris inspeccionaba el baño.
-Faltan toallas.
-Ah... es que no tengo.
   Hubo un silencio incómodo, con miradas significativas entre mi mujer y yo. Pero nuestro hotelero se repuso pronto.
-Pónganse cómodos. Eh... son treinta pesos.
   Conté el dinero y pagué sin hacer comentarios.
-Para servirle. Mi nombre es Hugo Rial.
   Salió de la habitación y le oímos bajar las escaleras. Por fin Cris habló.
-Este tipo es un intruso. Se metió en un hotel abandonado, y nos cobra por usarlo.
-Pero al menos tenemos una habitación...
-Sin toallas.
-Vos las querés todas. Este hotel es de un lujo asiático.
-Mirá, no te merecés ni un beso.
-Ya cambiarás de opinión...
-Lo dudo. A menos que me lleves a cenar...
-¿Qué, también querés cenar?
   En ese momento recibí un almohadazo en la cara, quién sabe porqué. La verdad es que estábamos muertos de hambre, después de un día entero al aire libre. Nos abrigamos y bajamos a la recepción, donde Hugo Rial se encontraba afilando un cuchillo. Junto a él había un chico de la edad de Gabriel y una mujer joven cuya belleza competía con Cris, aunque tenía una mirada triste, como perdida en un laberinto interior. Parecía incongruente esa mujer hermosa viviendo junto a un pobre diablo.
-Siéntense, vamos a charlar. Acá ustedes pueden quedarse todo lo que quieran.
   Afuera no paraba de llover, y yo me imaginé viviendo en el Tres Bocas indefinidamente, con la agradable compañía del hotelero y su mujer muda.
-Dígame ¿dónde podemos cenar barato?
-Claro, no van a ir a lo de esos putos que te arrancan la cabeza. Pueden comer en lo de Manuel, dan la vuelta por atrás del Hotel y ahí lo encuentran.
-Perfecto... ¿así que acá estuvo Evita?
-Sí, cuando estaba enferma de cáncer. Quiso hacer recuperación, pero se murió.
-Y, el Tigre es duro... acá se suicidó Lugones.
-Seguro...
   Hugo Rial seguía afilando su cuchillo, recién ahí noté que tenía las uñas negras, como si se hubiese aplastado la mano con una puerta. No sé porqué me vino a la mente la idea de que su misma mujer se la había cerrado en los dedos.
-Qué lindos chicos... a mí me gustan mucho los chicos.
   Miraba a Gabriel y Verónica con cara de enajenado, mientras le sacaba punta al facón. De pronto sentí una alarma interior, el tipo podía ser peligroso.
-Bueno, ya nos vamos a cenar.
-Todavía llueve afuera.
-No importa.
   Me levanté, haciendo que Cris y los chicos me imitaran, y salimos a la lluvia. Encontramos lo de Manuel, un bodegón de mala muerte donde al menos pudimos llenarnos el estómago.
-¿Los mandó Hugo Rial? Un tipo diez puntos, van a estar bien atendidos.
   El comentario de Manuel no dejó de tranquilizarme, y disipó mis dudas de volver al Hotel. Mientras esperaba que me trajera el vuelto, un gato negro vino derecho hacia nuestra mesa clavándome una mirada torva. A último momento se desvió, fingiendo indiferencia.
   Volvimos bajo la lluvia por el fondo oscuro del Hotel. Dimos las buenas noches al hotelero y subimos a nuestra habitación. Mientras Cris acostaba a los chicos yo me asomé a la ventana: la luna llena brilló un momento entre las nubes y se volvió a cubrir. Tranqué la puerta con un pasador miserable que no resistía un empujón fuerte, apagué la luz y me acosté junto a Cris. Pronto oí su respiración serena, ella tiene la virtud del sueño fácil. Yo en cambio no podía dormir, algo me mantenía alerta. Al rato hubo carreras precipitadas por las escaleras, el hotelero corría a su hijo entre risas dementes. Oí distintamente:
-Te voy a ahorcar... ¡soy el Muerto del Pantano!
   El niño lanzó un aullido histérico y huyó de su padre, quien lo perseguía con pasos pesados. Duró un rato el juego hasta que el niño escapó escaleras abajo y encontró refugio en su madre.
   Yo era huésped de un loco, eso estaba claro. Por suerte Cris y los chicos dormían ajenos a mi preocupación. Intenté conciliar el sueño, pero no podía evitar vigilar los ruidos del Hotel. Desde la planta baja llegaba ahora la voz del televisor a todo volumen. El tipo era sordo, por lo visto. O me quería joder. Este solo pensamiento me impidió dormir definitivamente. Yo no soy bueno para tolerar los caprichos ajenos, así que me levanté despacio, me vestí y bajé a encararlo al tipo. Toqué a su puerta de mal genio, y él me atendió peor.
-Oiga, baje el volumen del televisor, no me deja dormir.
-Acá mando yo. Y si no le gusta, váyase.
-¿Ah, sí? Devuélvame la plata.
   El tipo estaba muy agitado, por suerte no tenía su cuchillo a mano.
-Bajen las valijas y espérenme acá.
-No, usted suba a traerme la plata, yo no me voy sin los treinta pesos.
   Le di la espalda temerariamente y subí de nuevo a mi habitación. Cerré la puerta con pasador y desperté a Cris.
-Prepará el bolso, nos vamos.
-¿Qué pasa?
-Discutí con el tipo, ahora viene a traerme la plata.
-¿Y a dónde nos vamos a ir con esta lluvia? Son las dos de la mañana.
-No sé, pero yo acá no me quedo.
-Esperá un poco, calmate. Si el tipo ese te devuelve la plata, queda descubierto como lo que es: un impostor, incapaz de atender a los clientes como un verdadero hotelero. A los locos conviene seguirles la corriente, si lo sacás de su delirio nos puede matar a todos.
   Miré a los chicos durmiendo y comprendí que debía ser prudente. En ese momento oí pasos en las escaleras.
-Ahí sube.
-No abras.
   Los pasos se detuvieron junto a la puerta, nosotros nos quedamos quietos en la cama. Haciéndonos los dormidos, evitábamos tener que enfrentar al loco, de seguro armado con un cuchillo. Oímos los pasos yendo y viniendo, el tipo no se decidía a tocar la puerta. Habíamos vuelto a ser los clientes ideales, dormidos en su habitación y sin reclamar su dinero. Fue una noche larguísima, a veces sentíamos alejarse los pasos, y luego volvían como una maldición a llevarlo frente a nuestra puerta. Al fin se retiró, y nosotros pudimos respirar y dormir por turnos hasta el amanecer. Apenas aclaró juntamos nuestras cosas, despertamos a los chicos y salimos sin hacer ruido de ese Hotel maldito.
   Todavía estamos cansados por la mala noche, pero no quise abandonar el puerto del Tigre sin hacer la denuncia contra el hotelero loco del Tres Bocas, para evitar que un día mate a pasajeros inocentes, como casi me mata a mí.

   Firma denunciante: D.C.



Informe policial

   A las 10:30 horas del día viernes 8 de julio de 1998 el cadáver de un menor fue avistado flotando en aguas del río Sarmiento por un remero del Tigre Rowing Club. Inmediatamente la Prefectura procedió a la búsqueda del cuerpo, que fue localizado a las 19:00 horas y transladado a la morgue judicial de Tigre. El cadáver presentaba moretones en el cuello producidos por la presión de dos manos, lo cual hizo presumir un homicidio.
   Por orden del juez penal de turno se llevó a cabo la autopsia del cadáver, la cual determinó muerte por asfixia, sin presencia de agua en los pulmones. La edad del occiso fue estimada en nueve años. Sus huellas dactilares permitieron identificarlo como Carlos Valle, menor residente en la zona.
   Recabados informes entre vecinos del río Sarmiento, se indica como sospechoso a Hugo Rial, con paradero en el Hotel Tres Bocas.

   Con fecha 11 de julio de 1998, siendo las 8:00 horas, personal de la Prefectura registró el susodicho Hotel Tres Bocas, sin encontrar al sospechoso ni a su mujer, Rosaura Valle. El señor Manuel Contreras dijo conocer el domicilio anterior del sospechoso sobre el río Carabelas.

   A las 16:00 horas del mismo día, una patrulla de la Prefectura de Tigre se hizo presente en el domicilio indicado, el cual lleva un cartel que reza “Aurora”. El sospechoso fue localizado en el interior de la vivienda, sentado en el piso de una habitación ruinosa invadida por cañas, que en algún momento fue la sala principal. No opuso resistencia.
   Preguntado por su mujer, señaló al fondo de la vivienda, donde nos resultó difícil acceder en virtud de los techos caídos y la multitud de cañas que bloqueaban el paso. Llegamos al fondo abriéndonos paso a machete y en un claro del cañaveral descubrimos a Rosaura Valle ahorcada, pendiendo de una soga bajo una caña inclinada. Su rostro estaba azul, lo cual hace presumir que el deceso ocurrió hace más de veinticuatro horas.
   Se pasan las actuaciones a los peritos forenses, quienes deben determinar si fue suicidio.   

   Firmado: Oficial Jorge Pando
















No hay comentarios:

Publicar un comentario