Declaración del imputado Hugo
Rial
Usted me pregunta si maté a mi mujer y a mi hijo, y yo le respondo que
fue el mal del sauce... se te mete adentro, en la sangre, y te va cambiando,
hasta que ya no sos más el mismo. Si me hubiera vuelto a Rosario con ellos, hoy
estarían vivos... pero no podía dejar la isla. Sabe, allá en el Delta dicen que
los sauces lo llaman a uno, le hablan con el susurro de sus hojas al oído y le
piden que se quede. Quién sabe...
Ah, un Particulares, le agradezco. Son los
que yo fumo... como le decía, yo llegué al Delta hace diez años. Todavía me
acuerdo la primera vez que subí a la Interisleña con mi bolso al hombro: era una
mañana de sol, y las maderas de la lancha brillaban con un lustre canela... me
acomodé junto a una ventana, mientras los pasajeros hacían bambolear la
embarcación a medida que subían. Y cuando el motor arrancó y el agua comenzó a
correr formando olas detrás nuestro... sentí que mi vida pasada se esfumaba, y
una nueva expectación se abría hacia el porvenir, que tomaba la forma de
bosques y ríos a cuya vera montan guardia casas levantadas del suelo, con
ventanas mosquitero y aleros de chapa.
Cada tanto atracábamos junto a un muelle
melancólico, donde se apeaba gente humilde, sin decir palabra. Pronto las
paradas se hicieron menos frecuentes, a medida que nos adentrábamos en el Delta
del Paraná: vastas extensiones silvestres ocupaban ahora las riberas, sin
signos de habitación humana; ocasionalmente se veía algún muelle decrépito,
señal cierta de abandono. Oteaba yo entonces tierra adentro, y ahí, semioculta
entre sauces y malezas estaba la casa, fantástica en su ruina, a veces con un
irrisorio cartel que en vano rezaba “se vende”.
A usted podrá parecerle una bagatela esto
que yo le cuento, comisario; cualquiera acá sabe lo mal que andan las cosas, y
cómo la gente se va de las islas, buscando otra comodidad. Pero en ese tiempo,
cuando yo me vine para el Tigre, me parecía raro ver tantas casas abandonadas,
lugares donde uno se puede meter y vivir tranquilamente, siendo que allá, en
Rosario, de donde soy yo, los chorros, los intrusos, se meten en la casa con
uno adentro. Porque hay un problema de vivienda, y el cirujeo se la arregla
como puede.
Yo iba por el río viendo toda esa soledad, y
créame que algo iba cambiando adentro mío, incluso antes de llegar a destino.
Cruzamos el Paraná de las Palmas, que en ese punto supera los trescientos
metros de orilla a orilla, y levanta olas como el mar, bah, digo, aunque nunca
vi el mar. Pero las olas del Paraná son altas, como de dos metros, cuando está
picado. Al otro lado embocamos de nuevo el laberinto de islas, hasta dar en el
río Carabelas, que es como una avenida de agua donde convergen misteriosos
arroyos llegando desde la espesura.
Aquí se detuvo la embarcación, junto a un
muelle de maderas podridas, que apenas se sostenía en pie. “¡La Aurora !”, me gritó el
marinero desde la popa, y yo sentí un escozor de nervios por dentro, no sé
porqué. Tomé mi bolso y bajé de la lancha con un ligero vértigo que no me paré
a analizar. Solo en el muelle la vi alejarse, sintiéndome desnudo. Después miré
frente a mí: el solitario caserón invadido de cañas y con los techos hundidos
lucía efectivamente un letrero que rezaba “Aurora”.
Me aproximé a la puerta y abrí con la llave
que me había dado mi hermana; adentro estaba oscuro, pese al día soleado, por
la presencia cercana del bosque. Quise sentir una bienvenida en los muebles
pasados de moda de estilo americano; en los vasos cincelados y el reloj de
pared; me gusta ese tipo de muebles, me hace acordar a mi madre. La casa es
bastante grande; tiene una enorme cocina a leña, donde lleva media hora
calentar un mate; eso cuando uno tiene agua, porque, por supuesto, no hay
canillas. El primer día estuve en ayunas, antes de cocinar tuve que colar agua
de río en unas cubas de barro hasta volverla potable. Pero esa noche, sorbiendo
mi mate junto al fuego, me sentí verdaderamente en casa.
Disculpe, comisario, que vaya al paso, pero
si cuento todo a la rápida usted no va a entender. ¿Qué puede saber un porteño
lo que es el mal del sauce? Viven al lado del Delta, pero es como si fuese otro
mundo, algo lejano... Y tiene sus propias leyes, le aseguro, que no son las que
hace cumplir la
Prefectura. Una vez instalado, procedí a inspeccionar con más
detenimiento la propiedad, para ver por dónde empezar las refacciones. Mi
hermana Delia me había encargado remozar la casa, me dio unos pesos y muchas
recomendaciones: “Quedate cuanto quieras en la Aurora , pero dejámela linda
para el verano, cuando me vaya con el Chelo a pasar las vacaciones”, eso me
dijo.
El tal Chelo es estanciero, un tipo de
guita, no sé cómo hizo Delia para enganchárselo, porque ya no es una piba.
Siempre anda muy atildado, con un pañuelo de seda anudado al cuello; él puso la
plata para los arreglos, ni que decir tiene. No es mal tipo, pero a mí me caía
mejor el difunto Ricardo, mi cuñado. Desde que él murió, la casa se vino abajo,
porque Delia ya no pudo mantenerla, y además, no quería ir sola a la isla. Al
fin, después de tantos años, decidió recuperarla, con la guita del punto; y ahí
se acordó de mí, que para algo soy maestro mayor de obras.
Ahora estaba yo con mi mate en la mano,
comprobando despaciosamente los estragos del tiempo en lo que un día había sido
una hermosa cabaña con jardín. Las paredes estaban cubiertas de hongos; puertas
y ventanas habían perdido el barniz, tornándose grises sus maderas a causa de
la lluvia: evidentemente haría falta un lijado profundo, con aplicación de
impermeabilizante antes de pintar, si no quería echar en saco roto mi trabajo.
El problema mayor, no obstante, estaba en el dormitorio del fondo: allí un ala
del techo se había derrumbado, a causa de alguna tormenta pasada, dando paso a
un renaciente salvajismo de plantas que habían invadido lo que otrora fuese
habitación humana. El piso no se reconocía, prácticamente desintegrado, y
cubierto por una capa de polvo blancuzco o detritos; lo que es peor, las
paredes rotas desnudaban sus entrañas, como una herida que mostrase el hueso.
No estaban hechas de ladrillo, sino de adobe sostenido por una red de tirantes:
debía arrancar lienzos completos, y reemplazarlos par planchas de durlock, o
bien reconstruir la habitación entera.
Cavilaba sobre esto frente a la ventana del
fondo, que daba a un increíble panorama de cañas, demasiado cercano para mi
gusto. Salí al porche trasero, donde me recibió un silencio de muerte: sólo
veía cañas ante mí, en número aparentemente infinito, sitiando la casa como un
ejército inmóvil y amenazador. Nada se movía; ni un pájaro, ni siquiera un
insecto... el viento mismo parecía detenido en este sitio, bañado por una
desolada luz gris.
Mi ánimo se encogió de manera instantánea,
atenazado por la tristeza, a tal punto que hube de huir de allí, atravesando la
casa y saliendo por el frente hasta el muelle, donde pude atisbar el brillo del
sol sobre las copas de los árboles. Esto me permitió recobrar el dominio de mí
mismo, al comprobar que una parte, al menos, del paisaje que me rodeaba
pertenecía al reino de la vida y la luz.
...Gracias por el cigarrillo, comisario, es
usted generoso. Aunque temo que esto va por mi confesión, que es lo que usted
espera obtener. Le voy a dar el gusto, no se preocupe, todo se lo voy a contar,
sin esconder nada, y usted sacará sus conclusiones. Como iba diciendo, esos
primeros días de mi vida en la isla los aproveché para hacer habitable la casa
y organizar mi trabajo. Lo primero que ataqué, con la ayuda de un machete
encontrado en un viejo baúl, fueron esas malditas cañas que cercaban el fondo
de la casa, quitándole luz. Podía sentir el quejido de la planta al ser
cercenada, pero no me detenía, poseído como estaba por un frenesí asesino,
semejante al que podía experimentar un antiguo guerrero decapitando enemigos
con su espada.
Al cabo de algunas horas estaba agotado, y
no había limpiado más que unos pocos metros cuadrados de cañaveral. “Esto no
entraba en el presupuesto”, me dije, sonriendo para mí, mientras entraba a la
casa, dando por finalizada la tarea del día. Esa noche encendí un fuego bajo
las estrellas, y puse a asar carne comprada a la barcaza que aprovisiona las
islas. Mientras las brasas echaban chispas, sentía el aroma de las costillas
dorándose, y pensaba que me estaba gustando la vida en la isla. A fin de poder
disfrutarla plenamente, debía domesticar la naturaleza, que había mostrado su
cara más salvaje al avanzar sobre la casa en ausencia de sus habitantes.
Puse la mesa al aire libre, bajo la copa
gris pálido del sauce, y comí despacio, saboreando cada bocado de carne asada,
como sólo puede hacerlo quien no tiene ninguna preocupación. Tarde me fui a
dormir, satisfecho, y caí en un sueño profundo. De madrugada me despertó un
ruido insólito, como el que haría una multitud de cañas al crecer. Tomé mi linterna
y salí al fondo de la casa, pero no vi nada, excepto la siniestra muralla de
lanzas vegetales, antes silenciosa, de donde provenían ahora sordos crujidos y
roces de hojas alternados con estallidos secos. “Las cañas crecen de noche”,
pensé, extrañado, mientras alumbraba los tallos inmóviles. Una inquietud
indefinida se apoderó de mí, ante la sospecha de que allí había algo anormal.
Di media vuelta y entré a la casa, dispuesto
a dar por terminado el incidente. Al pasar por el dormitorio sin techo, mi linterna
reveló algo que me puso la piel de gallina: era la huella dejada por un cuerpo
mojado, recostado recientemente en el suelo. ¿Había huido hacia el cañaveral,
al sentir que yo me levantaba de la cama? Instintivamente fui a buscar mi
machete, porque el intruso podía rondar cerca. Con el arma en la mano volví a
atravesar la casa en tinieblas, mis sentidos alerta. ¿Qué clase de persona se
dedicaba a rondar por la noche en esa isla solitaria? Debía ser un loco, eso,
un vagabundo demente, porque si fuera un ladrón ¿para qué se hubiese acostado
allí? Por suerte mi dormitorio tenía una puerta con traba que me apresuré a
cerrar, recobrando así mi seguridad. Volví a acostarme, dejando el machete a
mano, y pude dormir de un tirón hasta el amanecer.
Al otro día revisé la casa entera, por si
las moscas, antes del desayuno. “No hay moros en la costa”, me dije, como si
alguien me vigilase. Así que me preparé un mate, y un buen pan con manteca
antes de encarar el día, que prometía ser peliagudo. Una vez desayunado, aferré
el machete y me encaminé al fondo... Por poco no pego un grito cuando vi el
cañaveral. ¡Había avanzado lo menos dos metros! Le juro, comisario, que digo la
verdad. Lo que yo había despejado el día anterior era un buen pedazo, digamos,
del tamaño de un coche. Pero ahora había apenas lugar para pasar entre el
cañaveral y la casa.
Quedé un rato como atontado, y sin
reacción... de pronto di un salto, iluminado por una idea: ¡Quemaría el
cañaveral! “Ya veremos, cañas estúpidas, quién es más fuerte”, grité al bosque
inmóvil, como si me pudiese oír. No veía el momento de poner manos a la obra.
Antes de iniciar un incendio, sin embargo, convenía estudiar el terreno, para
no dañar a terceros. Hasta entonces, no me había preocupado por saber si tenía
vecinos, o quiénes eran. Decidí dar una recorrida por los alrededores, y
advertirles de mi proyecto, por si tenían algún reparo. Me calcé un sombrero de
paja que encontré por ahí –creo que era de Ricardo- y salí bordeando el río
hacia el norte.
Crucé un pequeño arroyo que delimitaba la
propiedad de mi hermana, haciendo equilibrio sobre un tronco tendido a guisa de
puente; algunas decenas de metros más allá vi una casa abandonada,
completamente invadida por la vegetación. A primera vista se notaban destrozos
irrecuperables, era como un cuadro futuro de la Aurora , un presagio que se
cumpliría inexorablemente si yo no lo impedía. Sabe, el albañil hace magia,
entonces lo comprobé, primero construye, y luego refacciona o mantiene,
anulando el paso del tiempo. Uno ve una casa de cien años, pintadita, en
condiciones, y dice “se conserva bien”. Pero si no fuera porque nosotros, los
albañiles, metemos mano, ya quisiera ver lo conservada que estaría, sería una
ruina. Lo que pasa es que en la ciudad, uno mucho no se da cuenta de eso, todas
las casas tienen quien las mantenga, pero en el Delta es otra cosa. Acá, el
tiempo no tiene piedad.
Pasé de largo, pero el sendero se puso
intransitable poco más allá. Porfiado, me interné por la espesura, donde otra
casa era prácticamente invisible. Logré llegar hasta sus muros cubiertos de
raíces, que apenas guardaban parecido con una habitación humana. Sobre el
frente verdinoso crecía un árbol, sí, un árbol de modesto tamaño. “No creo que
nadie se queje si el incendio llega aquí”, me dije, a modo de conclusión, y
emprendí el regreso. Pasé frente a la
Aurora y seguí bordeando el río hacia el sur, donde un
puentecito de tablas cruza un arroyo cantor. Aquí me detuve a meditar, bah, es
una manera de decir, paré un rato a sentirme vivir. Este lugar se convirtió en
mi favorito mientras estuve en la isla, y más por la razón que ahora usted va a
entender. Al otro lado del puente me recibieron unos perros bravos, que
defendían su territorio con fiereza. No exagero si digo que me mantuvieron a
raya hasta que llegó la dueña a hacerlos callar.
-Buenos días –me
presenté-. Soy Hugo Rial, su nuevo vecino.
-Mucho gusto,
Rosaura –dijo ella, y me tendió la mano.
-¿Vivís vos sola
acá? –la tuteé, al ver lo joven que era.
-No, con mi papá
–respondió, haciendo un ademán hacia la casa-. Ahora se fue a buscar leña.
-Bueno, te lo
comento a vos, entonces. Resulta que tengo el fondo de la casa invadido de
cañas, y las quiero quemar, pero antes de empezar el incendio venía a avisarles
a ustedes, no sea cosa que haya chicos jugando o animales que puedan peligrar.
Ella me miró un rato, menos interesada en mi
discurso que en mí mismo, eso al menos me pareció.
-Chicos no hay –fue
la respuesta- y tampoco animales, salvo los perros. Pero yo los puedo tener en
la casa hasta que termine el fuego.
-Diez puntos. Te lo
voy a agradecer –vacilé un momento, quería prolongar un poco más ese encuentro-
Decime, este arroyo, ¿a dónde lleva?
-Al pantano. Mi
papá iba a cazar carpinchos allá.
-¿En serio?
-Ahá.
-Parece interesante.
Algún día le voy a pedir que me enseñe.
Rosaura pareció reflexionar un momento.
-No creo que papá
te acompañe al pantano. Una vez vio algo que no le gustó ahí y desde entonces
no volvió a cazar.
-¿Y no te dijo qué
era?
-No.
Esta vez fui yo quien se quedó pensando.
-Bueno, yo también
vi algo que no me gustó anoche. Un loco parece que entró por la ventana al
dormitorio del fondo, y dejó la marca de su silueta mojada en el suelo.
Los ojos de Rosaura mostraron súbitamente una
expresión de miedo.
-El Muerto del
Pantano...
-¿Qué?
Ella parpadeó, como queriendo ahuyentar una
visión.
-Es una
superstición isleña. La gente dice que cuando ves huellas mojadas, es que te
está buscando el Muerto del Pantano.
-¿Y qué pasa cuando
te encuentra?
Rosaura hizo el gesto de ahorcarse con las
manos, pero no sonrió. Es evidente que se tomaba en serio lo que ella misma
llamaba “superstición”.
-Ojalá me deje
vivir hasta el verano, porque tengo que pintarle la casa a mi hermana –dije
con tono ligero, aunque yo mismo estaba
preocupado por el incidente nocturno-. Bueno, gusto en conocerte, Rosaura,
espero que podamos charlar de nuevo pronto.
-Chau,
encantada.
Volví a la Aurora contento como un colegial, y eso que ha
habido mujeres en mi vida. Pero Rosaura era hermosa, con una cabellera negra
como la noche y unos ojos de ensueño, casi violetas, destellando en el rostro
pálido... yo le calculaba unos dieciséis años, la mitad de mi edad entonces,
aunque no me pareció que se intimidase por eso.
Pensaba en ella mientras rociaba las cañas con gasolina comprada a la
barcaza; arrojé el bidón con el último resto y prendí fuego: enseguida brotó
una llamarada que se expandió por el bosque.
Horas después aún
ardía, confinada por el arroyo que delimitaba la propiedad hacia el sur.
Al atardecer pude comprobar los efectos del
incendio: me había ahorrado todo el trabajo, la casa volvía a tener parque
hasta la curva del arroyo. Sería sencillo limpiar los restos de cañas quemadas
y hacer nacer allí un jardín. Esa noche me acosté satisfecho, luego de mi
acostumbrada cena bajo el sauce. Pensé en la alegría que tendría Delia al ver
su casa restaurada, rodeada de pasto y flores. Era una visión de cuento de
hadas, comparada con el siniestro aspecto actual de la Aurora. Yo debía hacer
realidad esa visión, la haría realidad a pulso, y se la mostraría también a
Rosaura. Quería que ella viese lo que era capaz de hacer... con estos
pensamientos me dormí, y mis sueños fueron serenos, ahora que el cañaveral
había retrocedido, liberando de su abrazo a la casa.
Los días siguientes trabajé de firme,
reparando los techos. A veces, trepado allá arriba, me erguía para mirar a lo
lejos, haciendo visera con la mano. El arroyo relumbraba entre las cañas,
misterioso y sombrío; soñaba con los esteros pantanosos, allá lejos, cada vez
más me atraía la idea de internarme en busca de una presa mayor con cuyo cuero
adornar el comedor.
No se impaciente, comisario, ya sé que voy
despacio. Pero como dicen los viejos italianos, piano piano... sí, eso, andiamo
lontano. Bueno, como decía... una noche tomaba mate bajo el sauce, viendo el
río ondulante y negro recién estremecido por el paso de una barcaza cargada de
troncos, cuando oí un aullido... venía de la orilla de enfrente, era como el
aullido de un perro, pero iba variando de tono, casi como una canción... no sé
porqué se me pusieron los pelos de punta, nunca escuché aullar un perro así.
Eso se repitió varias noches, yo trataba de no darle importancia, pero la
verdad me ponía nervioso.
Cuando los techos estuvieron listos, se
largó una lluvia de aquéllas, yo me tiré en la cama a oír, era un chaparrón
ensordecedor: ¡adentro no caía una gota! Me dije Hugo, te pasaste de albañil,
ya sos un maestro techista. Llovió todo el día, y cuando paró salí al
puentecito sobre el arroyo, a ver las flores tocadas por un rayo de sol. Quería
verla a Rosaura, estaba enamorado de esa piba. Y si le digo que en ese momento
ella salió de su casa y se vino al puente... yo no cabía en mí de felicidad, le
juro.
-Hola, no te vi
estos días...
-Si sos vos quien
no viene por acá...
-Tenés razón,
estuve trabajando duro en la casa.
-¿Y cómo está
quedando?
-Bien, más que
bien. Ayer terminé el techo y hoy con este aguacero no pasó una gota.
Rosaura palmeó, entusiasmada.
-¡Sos todo un
experto! A mí me encanta oír la lluvia sobre el techo, hoy me pasé horas
oyéndola repicar...
-No me digas, yo
estuve haciendo lo mismo...
-¿En serio?
Yo la miré de frente, perdido en sus ojos.
-En serio.
Ella desvió la vista, turbada. Jugaba con
sus cabellos, haciéndose rizos como una niña.
-¿Oíste cantar a la
víbora?
-¿Cuál víbora?
-La otra noche...
-Ah, sí... yo pensé
que era un perro.
-No, qué va... un
perro no...
-¿Y desde cuándo
cantan las víboras?
-Silban para atraer
a los pájaros. Entonces el pajarito va, creyendo que lo llama otro, y ¡zas! La
víbora se lo come.
Yo tenía aún mis dudas sobre el canto
nocturno, pero no quise discutir. Cerca nuestro llegaba la copa de un carbonero
rosado, con flores erizadas de filamentos delicados, como estallidos débiles de
color. Corté una y se la ofrecí a Rosaura.
-Gracias.
Quedó mirándola, sin atreverse a levantar la
vista hacia mí. Yo callaba, no quería romper la magia del momento con una
declaración prematura: ella era una escolar, el amor de un hombre podía
asustarla. Su perro llegó moviendo la cola, y Rosaura se fue jugando con él.
Apenas me saludó de lejos, y entró a su casa. Yo volví caminando despacio,
sintiendo esa plenitud que sólo el amor sincero de una mujer puede crear en el
pecho de un hombre.
Esa noche oí el canto que llegaba de la
espesura al otro lado del río... no era un perro, ni una víbora; no sé qué era.
Yo estaba fascinado; la primera impresión de miedo había pasado, y ahora quería
seguir oyendo. Lo desconocido atrae, y así es como un día nos vamos por los
caminos de la muerte, nunca antes pisados.
Me fui a dormir con esas notas inauditas
resonando en el caracol de la oreja, pronto el sueño me atrapó como a una mosca
en su telaraña. Pasé malas horas, perdido en una maraña de visiones
angustiantes. A medianoche desperté, con el corazón desbocado: alguien exigía
entrar con golpes amenazadores. Por un rato quedé inmóvil, sin atreverme a
salir de la cama; los golpes sonaban brutales contra la puerta. Me armé de
valor y salí a la noche, pero no vi a nadie. Volví a la casa, tranqué la puerta
y traté de dormir, aunque los golpes se reanudaron con violencia, como una
andanada de coces sobre el techo. Sólo Dios sabe cómo pude conciliar el sueño
en tales condiciones.
Por la mañana emprendí una inspección
concienzuda de los alrededores, sin hallar la menor huella del agresor. Di la
vuelta por el fondo, ahí me esperaba una desagradable sorpresa: las cañas
sitiaban de nuevo la casa, era anormal la vitalidad de esas plantas. En pocos días
habían recuperado casi todo el terreno perdido, gracias a una proliferación
inverosímil de brotes nuevos. Desalentado, subí al techo: no había un solo
proyectil caído, nada que permitiese explicar el estrépito producido la noche
anterior.
¿Me estaba volviendo loco? Por momentos lo
pensé, comisario, pero espere a que le cuente esto: cuando volví a entrar en la
casa, me puse a preparar filosóficamente mi mate. Entré al dormitorio a tender
las sábanas, mi ojota se había ido bajo la cama y yo me agaché a recogerla...
entonces... no me crea loco, comisario... entonces vi el piso debajo de la cama
todo cubierto con marcas de cascos, como si un caballo hubiese andado ahí
coceando...
Disculpe, yo no sé porqué me pasan estas
cosas a mí, si le pasaran a usted ya quisiera verlo tan empacado y seguro de sí
mismo...
Bueno, ese día decidí salir de la Aurora , y entrarme al
pantano a cazar carpinchos, como lo tenía planeado hace tiempo...arrastré al
agua el bote que Delia tenía arrumbado en la galería, cogí machete y lazo, y me
fui por el arroyo remando... yo no sé si será el desliz en silencio, la
sensación de misterio o el reflejo de las frondas en el agua, todo forma un
encantamiento que a los isleños nos impide salir del Delta: nada se compara con
esto, nada.
Me fui lejos, hasta donde otros arroyos
confluyen en la soledad de un espejo de agua tapizado de camalotes: había
llegado al estero. Navegar por aquí es entrar a un ámbito sagrado, ajeno al
mundanal ruido. Otros sienten eso al rezar en una iglesia; yo no. Pero este
lugar lo sobrecoge a uno, el ánimo se impregna de una tristeza solemne, y no es
necesario orar, porque la comunión con la naturaleza sobrepasa las palabras.
Allá entre las cenefas vegetales echó a
nadar una familia de carpinchos, yo remé en su persecución, internándome cada
vez más en ese país de agua y cielo. Llegábamos a una barrera de camalotes y
juncos muy densa, mis presas estarían a salvo allá, de modo que braceé con
fuerza para no perder mi oportunidad. Los carpinchos se metieron entre los
juncos, pero aún quedaba visible el último, un ejemplar gigantesco. Preparé el
lazo y me incliné sobre el agua, aprovechando la velocidad que traía el bote.
Al límite de la barrera enlacé al carpincho, y de un machetazo limpio quebré su
espina dorsal: quedó muerto al instante. Decidí llevarlo a la rastra de la
embarcación, su peso descomunal me impedía subirlo a bordo. Estaba orgulloso,
de sólo pensar la impresión que haría en Rosaura llegando con semejante
presa...
Comencé a rodear la barrera de camalotes y juncos, por ver si daba paso,
pero era cerrada y densa como un tejido. Si metía el bote por ahí podía quedar
varado, así que me alejé de la barrera y fui a dar en tierra firme, donde
dispuse un frugal almuerzo debajo de un árbol.
Me sentía pleno, como hombre quiero decir.
Usted sabe, en la ciudad uno vive como preso, no hay campo para la virilidad,
salvo en la construcción, que es mi trabajo. Pero ahí uno es un esclavo... a mí
no me saquen de la isla. Bueno, estaba de lo más campante, comiendo mi vianda,
mientras escudriñaba la barrera de camalotes... ése debe ser el pantano del que
me habló Rosaura, pensé. ¿Qué habrá al otro lado? Mi vista siguió la línea de
camalotes y allá lejos tropezó con lo que parecía... un bote varado. Me paré a
ver mejor, pero no estaba seguro. Terminé mi vianda, mientras me iba creciendo
la intriga por dentro.
Necesitaba un punto de vista diferente, así
que decidí trepar al árbol para salir de dudas. Era un eucalipto grande, con
nudos en el tronco que me ayudaron a subir. Alcancé una rama a quince o veinte
metros del suelo, se balanceaba peligrosamente, pero una vez que estuve sentado
en ella, el panorama era incomparable.
Podía ver perfectamente la barrera vegetal
extendida como un tapiz vertiginoso alrededor de una isla de tierra firme, en
el corazón mismo del pantano. El bote –porque era efectivamente un bote,
pintado de rojo y blanco- estaba varado cerca del borde exterior de la alfombra
vegetal, esperando a su dueño. Me pregunté dónde estaría, en medio de aquella
desolación. ¿Se habría ahogado?
Esta era una posibilidad, aunque también
podía haber abandonado el bote varado, y cruzado el estero a nado. Miré de
nuevo hacia la isla, escondida tras el pantano: no se veía tierra por ningún
lado, sólo un oscuro bosque de cañas y matapalos. Ciertamente, no invitaba a
visitarla. Alguien, sin embargo, había ido allá, a juzgar por los dos remos
paralelos hundidos en el cieno, a orillas de tierra firme. Recién ahora los
veía: tenían atados unas correas de cuero, para usarlos como zancos. El dueño
del bote había encontrado la manera de cruzar el pantano, y ahora estaba en la
isla.
Admiré su audacia, aunque sin explicarme el
motivo de tanta curiosidad. ¿Y si hubiese ido a enterrar un tesoro? Por un rato
estuve esperando que apareciera de vuelta, pero al fin me cansé y bajé del
árbol. Allá el tipo con sus misterios. Subí al bote y remé de vuelta a casa,
llevando a remolque el carpincho. Llegué al atardecer, cuando ya los reflejos
de la foresta en el agua eran sólo sombras. Rosaura estaba esperándome en el
puente, de inmediato sentí que algo malo pasaba.
-Papá desapareció.
-¿Cómo?
-Salió con el bote
anoche, y no volvió.
-¿Te dijo dónde
iba?
-No... pero lo vi
bogar hacia el pantano.
Yo recordé de inmediato el bote varado y la
extraña impresión que me hicieron los remos clavados a modo de zancos en el
cieno, pero no quise mencionarlo a Rosaura.
-Tal vez se demoró
siguiendo un rastro. Debe estar por volver.
-No... él nunca me
deja sola tanto tiempo.
-Calmate... si no
llega esta noche, mañana lo voy a buscar.
-Los últimos días
estaba obsesionado... quería matar esa cosa que ronda por la noche.
-¿El Muerto del
Pantano?
Rosaura asintió, pálida.
-Ahora entiendo
quién te puso esa idea absurda en la cabeza: tu papá.
-No es un invento
de él... por acá todos saben la historia.
-Contámela
entonces, así me entero. Yo ya soy un isleño más.
Rosaura se inclinó sobre la baranda del
puente, mirando el agua.
-Hace muchos años,
cuando papá era chico, acá en la isla nació un monstruo, un ser humano deforme.
Los padres sintieron asco, y lo echaron al pantano para no tener que criarlo.
Debe haberse ahogado, pero tiempo después la gente empezó a verlo rondar por
ahí, siempre mojado... entonces dijeron que era el muerto que volvía, y lo
llamaron el Muerto del Pantano.
-¿Y qué quiere?
¿vengarse?
Rosaura se encogió de hombros.
-Noches atrás
sentimos ruidos que ponían los pelos de punta... y papá decidió salir a
buscarlo, antes que él nos encuentre a nosotros dormidos.
-Bueno, yo también
oí ruidos... y vi algunas marcas... pero no pudo dejarlas una persona.
-Cuando él odia a
alguien, puede echar su casa abajo, como un viento furioso.
-Yo no le debo caer
simpático entonces, porque casi me hunde el techo.
-Cuidate, Hugo, no
quiero que te pase nada malo.
-Yo tampoco quiero
que te pase nada... ni a tu papá.
Acompañé a Rosaura hasta su casa, e hice lo
posible por disipar su inquietud. Por fin se calmó un poco y me despedí,
deseándole buenas noches. Ya había oscurecido, arrastré el carpincho hasta la
galería y lo cubrí con una lona, para que no lo olieran los perros. Prendí el
farol y me preparé algo de comer...
Al agente que copia esta declaración le
deben estar doliendo los dedos de tanto escribir... no es mi culpa si mi
historia es difícil de explicar, y de creer. Yo cuento lo que pasó, usted sabrá
si saca algún provecho...
Bueno, esa noche... esa noche llovió. Era
una lluvia lenta y poderosa, como para varios días. Yo me dormí preocupado,
pensando en el bote varado allá en la soledad del pantano. Tenía el pálpito de
que el papá de Rosaura no iba a volver. Y ella también lo sabía. No me atraía
ir a explorar esa isla boscosa donde él se había perdido. Podía pedir ayuda a
la policía, pero eso significaba perder un día entero al otro lado del Paraná
de las Palmas. Mejor iba yo solo.
En estas reflexiones estaba, tendido en mi
cama, cuando por sobre el ruido uniforme de la lluvia oí distintamente el
crujido insidioso de cañas creciendo, muy cerca de la casa. Me asomé a la pieza
del fondo todavía sin terminar, y vi el hueco de la ventana tapado por las
cañas, como si fuesen los barrotes de una cárcel. Estaba literalmente sitiado,
el espacio entre la casa y el cañaveral había desaparecido. Y en las
profundidades de ese bosque de lanzas inmóviles se movía algo... no me gustaba
cómo se movía. A ratos corría como un cuadrúpedo, y a ratos caminaba como una
persona... por momentos lo perdía de vista entre las cañas.
Me quedé ahí, paralizado por la curiosidad o
por el miedo, viéndolo venir. En un momento desapareció, oculto por el
cañaveral, y luego... estaba frente a mi ventana mirándome fijo con ojos
malignos, como una araña. Sus colmillos refulgían en el rostro caballuno y
negro, el cuerpo flaco, peludo, manaba un olor pestilente a agua corrompida.
Extendió hacia mi cuello unas manos deformes como pies de mono, queriendo
alcanzarme a través de la ventana.
Yo retrocedí, arrancándome al hechizo, y
volví precipitadamente a mi habitación. Corrí la tranca y quedé vigilando junto
a la puerta, con el corazón en la boca. Al rato oí pisadas como de cascos de
caballo, lentas, vacilantes, avanzando por el pasillo, hasta que se detuvieron
junto a mi puerta. Contuve la respiración. Del otro lado me llegó un hedor
insoportable, el aroma concentrado del pantano. Tuve arcadas, no sólo por el
olor, mayor era mi repugnancia moral por ese ser hecho con lo más bajo y ruin
del reino animal, sin parte noble alguna. El acecho duró toda la noche,
mientras afuera llovía yo sentía esa presencia siniestra, inmóvil frente a mi
puerta. Por fin al alba se retiró, y yo pude dormir de agotamiento hasta el
mediodía.
Cuando desperté seguía lloviendo; me acerqué
a la puerta y agucé el oído por las dudas, aunque mi sexto sentido me decía que
ya no había peligro. Corrí la tranca y salí al pasillo, donde un charco de agua
podrida había dejado su huella en el piso de madera. Me asomé a la ventana del
comedor: una delgada capa de agua cubría la tierra, de momento lo atribuí a mal
drenaje del suelo. Había olor a pantano adentro de la casa. Me invadió un
desánimo completo, nunca iba a poder arrancar la Aurora de la ruina. Las
cañas la rodearían una y otra vez, hasta tragársela. Y esa cosa demente
sentaría sus reales aquí, después de acabar conmigo, si yo no me fugaba antes...
Fui en busca del porrón de ginebra y le di
un largo beso. No tenía ganas de prepararme comida, ni de hacer nada. De todos
modos era imposible salir a buscar al papá de Rosaura bajo esa lluvia. Me quedé
en la hamaca, viendo resbalar las gotas por los vidrios de la ventana. Pasaron
las horas, el día se hizo más oscuro, yo era apenas una sombra opaca en un
rincón de la habitación.
Por momentos la película de agua se hacía
tan densa, que los vidrios parecían dobles. Cuando amainó la lluvia me asomé a
mirar el paisaje, y descubrí que la capa de agua sobre la tierra ahora tenía
olas, y más de un metro de profundidad: el río había crecido, e inundaba la
isla.
Usted ya sabe de qué hablo, comisario, era
la gran crecida del ’88. Justamente me vino a tocar a mí eso. Las riberas
desaparecieron bajo el agua, desde mi ventana veía las casas de enfrente como
flotando en el río ensanchado. Sé que mucha gente se ahogó, pero la isla
nuestra es bastante alta, por eso pensé que el río podía bajar antes de inundar
la casa.
La noche fue cayendo, mi ánimo mejoró,
paradójicamente, por efecto de la crecida. Saqué la caña de pescar con
repentino buen humor, encarné el anzuelo con una lombriz y lo eché al agua por
la ventana. Nunca había pescado tan cómodo, sin levantarme de mi hamaca. Con
decirle que pesqué una mojarra y todo, muerto de risa la puse directamente
sobre la sartén. Había parado de llover, y daba gusto mirar la noche por la
ventana, manteniendo tensa la línea. Tan entretenido estaba, que no noté el agua
dentro de la casa, creciendo hasta inundar el pasillo y el dormitorio. Cuando
me quise dar cuenta, el río había inundado la mayor parte de la Aurora , y debía evacuar.
Corrí al dormitorio por mis botas, metí una muda de ropa en una bolsa
impermeable y salí de nuevo por una linterna. Tomé el machete, y... y nada,
había que salir, el agua crecía por minutos, ya me daba a la rodilla en el
comedor, al fondo del pasillo la profundidad era el doble.
Salí a la noche, con la ayuda de la linterna
logré encontrar el bote todavía amarrado al muelle sumergido. Nadando me
acerqué a él y lo abordé, una vez allí mudé la ropa mojada por la que llevaba
en el bolso. De un machetazo corté la amarra y remé hacia la casa de Rosaura.
Temí haber llegado tarde, al ver puertas y ventanas tapadas por el río, sin
casi resquicio libre.
-¡Rosaura!
Grité más muerto que vivo, pero una voz
desde adentro de la casa me hizo respirar de nuevo.
-¡Hugo, ayudame!
-¿Dónde estás?
-Parada sobre una
heladera junto a la chimenea, pero no puedo subir.
-Esperame.
Arrimé el bote a la casa y de un salto
estuve sobre el tejado llevando conmigo la amarra, que até a la chimenea.
Iluminé el pozo con la linterna y allá estaba Rosaura, atrapada en el fondo. Me
estiré cuanto pude y alcancé a aferrar su mano; luego, como en un sueño, la
levanté hasta mí. Nos abrazamos unos momentos sin decir palabra y subimos al
bote.
Yo la cubrí con mi saco y eché a remar, sin
saber hacia dónde. El mundo era sólo agua y forestas, no había manera de
orientarse en aquella inmensidad. Y este navegar sin rumbo prefiguraba nuestra
vida futura, sin casa, sin trabajo, sin ayuda de nadie.
Árboles gigantes formaron un túnel sobre
nosotros, yo lo seguí fascinado hacia una estrella sin nombre. Rosaura había
apoyado su cabeza en mi regazo, su mirada huérfana parecía decir: eres todo
cuanto tengo en este mundo, tu destino es el mío. Navegamos toda la noche entre
las frondas, guardando silencio.
Así fue como llevé a Rosaura a vivir
conmigo, y nunca nos separamos, nunca. Yo no pude elegir otra vida, comisario.
La conocí en la isla, ahí me enamoré de ella, y para mí, Rosaura y el paisaje
del Delta son una misma cosa. ¿Se imagina a los dos viviendo en Rosario, en una
villa miseria? ¿después de sentir que nuestras almas volaban, sí, volaban como
pájaros gloriosos sobre el río?
Por eso me quedé en la isla. No había
elección para mí. Y si ella y el chico se murieron... fue culpa de los sauces,
los sauces que me llaman, y no me dejan ir.
Acta de denuncia
Habíamos decidido pasar la Semana Santa en el Delta, mi mujer, Cris, mis dos
hijos, Gabriel y Verónica, de nueve y siete años, respectivamente, y yo.
Tomamos la Interisleña
hasta la confluencia de dos ríos con el Sarmiento, donde había un buen
restaurante, según me dijeron. Los chicos estaban felices con el viaje en
lancha, de hecho es la mayor atracción en un paseo por el Tigre. Mientras se
aproximaba al muelle, la embarcación pasó junto a una construcción ruinosa con
un letrero deteriorado: Hotel Tres Bocas. El atracadero donde nos detuvimos
pertenecía antiguamente a ese hotel, importante por lo visto en otro tiempo.
Desembarcamos y nos fuimos a explorar la isla a nuestro sabor.
Anduvimos por los senderos que bordean el canal interior, robando flores
de los jardines. Las casas parecían acogedoras, con cortinas tejidas al crochet
en las ventanas; nuestro corazón vagabundo deseaba tener allí su albergue. Los
chicos corrían a ver pasar las lanchas desde arriba de los puentes; permanecían
un rato viendo la estela y volvían a reunirse con nosotros. “Acá las calles son
de agua”, dijo Gabriel, asombrado. “Y los autos son lanchas”. Regresamos al
punto donde nos dejó la
Interisleña , para almorzar sobre la ribera del Sarmiento. Al
pasar por los fondos del Hotel Tres Bocas un hombre me encaró
intempestivamente.
-Si quiere una habitación barata, acá le
puedo ofrecer una.
-¿A cuánto?
-Treinta pesos.
-Bueno... voy a ver.
No
dejó de sorprenderme que el Hotel funcionara aún, parecía totalmente
abandonado. De momento descarté la oferta, aunque era conveniente para mi
bolsillo; la isla debía ofrecer algún albergue mejor. Almorzamos frente al río,
en el restaurante que me habían recomendado, atendido por dos gays. Después
salimos por la ribera del Sarmiento, teniendo enfrente una hermosa vista de
bosques y playas de arena. Pasamos por la hostería Bora-Bora, atendida también
por gays: costaba cien pesos la noche. Seguimos hasta el límite de la isla,
desde allí avistamos el mirador redondo donde pegan la vuelta los catamaranes.
De
regreso comenté a Cris la oferta que me había hecho el tipo del Tres Bocas: si
la habitación era pasable, convenía tomarla. Llegamos tarde y con lluvia al
Hotel, el tipo estaba al acecho detrás de una ventana.
-Venimos a ver la habitación.
-Ahí bajo a abrirles.
La
lluvia arreciaba, no teníamos elección. Aunque fuese una pocilga nos
quedábamos.
-Pasen, pasen... uy, qué lindos chicos.
Subimos al primer piso y luego seguimos al hotelero por un pasillo
oscuro, a cada lado del cual se veían cuartos ruinosos, sin puertas ni
ventanas, hasta la única habitación en condiciones que había en el Hotel. Esta
al menos tenía dos camas recién tendidas, suficiente para pasar la noche.
-Está bien, nos quedamos.
-Claro, éste es un hotel de primera. Acá
vino Eva Perón...
-¿En serio?
-Sí, lo construyó el sindicato.
-¿Y qué pasó después? ¿lo abandonaron?
-...
Mi
interlocutor tenía la mirada perdida, al menos eso me pareció. Entretanto, Cris
inspeccionaba el baño.
-Faltan toallas.
-Ah... es que no tengo.
Hubo un silencio incómodo, con miradas significativas entre mi mujer y
yo. Pero nuestro hotelero se repuso pronto.
-Pónganse cómodos. Eh... son treinta pesos.
Conté el dinero y pagué sin hacer comentarios.
-Para servirle. Mi nombre es Hugo Rial.
Salió de la habitación y le oímos bajar las escaleras. Por fin Cris
habló.
-Este tipo es un intruso. Se metió en un
hotel abandonado, y nos cobra por usarlo.
-Pero al menos tenemos una habitación...
-Sin toallas.
-Vos las querés todas. Este hotel es de un
lujo asiático.
-Mirá, no te merecés ni un beso.
-Ya cambiarás de opinión...
-Lo dudo. A menos que me lleves a cenar...
-¿Qué, también querés cenar?
En
ese momento recibí un almohadazo en la cara, quién sabe porqué. La verdad es
que estábamos muertos de hambre, después de un día entero al aire libre. Nos
abrigamos y bajamos a la recepción, donde Hugo Rial se encontraba afilando un
cuchillo. Junto a él había un chico de la edad de Gabriel y una mujer joven
cuya belleza competía con Cris, aunque tenía una mirada triste, como perdida en
un laberinto interior. Parecía incongruente esa mujer hermosa viviendo junto a
un pobre diablo.
-Siéntense, vamos a charlar. Acá ustedes
pueden quedarse todo lo que quieran.
Afuera no paraba de llover, y yo me imaginé viviendo en el Tres Bocas
indefinidamente, con la agradable compañía del hotelero y su mujer muda.
-Dígame ¿dónde podemos cenar barato?
-Claro, no van a ir a lo de esos putos que
te arrancan la cabeza. Pueden comer en lo de Manuel, dan la vuelta por atrás
del Hotel y ahí lo encuentran.
-Perfecto... ¿así que acá estuvo Evita?
-Sí, cuando estaba enferma de cáncer. Quiso
hacer recuperación, pero se murió.
-Y, el Tigre es duro... acá se suicidó
Lugones.
-Seguro...
Hugo Rial seguía afilando su cuchillo, recién ahí noté que tenía las
uñas negras, como si se hubiese aplastado la mano con una puerta. No sé porqué
me vino a la mente la idea de que su misma mujer se la había cerrado en los
dedos.
-Qué lindos chicos... a mí me gustan mucho
los chicos.
Miraba a Gabriel y Verónica con cara de enajenado, mientras le sacaba
punta al facón. De pronto sentí una alarma interior, el tipo podía ser
peligroso.
-Bueno, ya nos vamos a cenar.
-Todavía llueve afuera.
-No importa.
Me
levanté, haciendo que Cris y los chicos me imitaran, y salimos a la lluvia.
Encontramos lo de Manuel, un bodegón de mala muerte donde al menos pudimos
llenarnos el estómago.
-¿Los mandó Hugo Rial? Un tipo diez puntos,
van a estar bien atendidos.
El
comentario de Manuel no dejó de tranquilizarme, y disipó mis dudas de volver al
Hotel. Mientras esperaba que me trajera el vuelto, un gato negro vino derecho
hacia nuestra mesa clavándome una mirada torva. A último momento se desvió,
fingiendo indiferencia.
Volvimos bajo la lluvia por el fondo oscuro del Hotel. Dimos las buenas
noches al hotelero y subimos a nuestra habitación. Mientras Cris acostaba a los
chicos yo me asomé a la ventana: la luna llena brilló un momento entre las
nubes y se volvió a cubrir. Tranqué la puerta con un pasador miserable que no
resistía un empujón fuerte, apagué la luz y me acosté junto a Cris. Pronto oí
su respiración serena, ella tiene la virtud del sueño fácil. Yo en cambio no
podía dormir, algo me mantenía alerta. Al rato hubo carreras precipitadas por
las escaleras, el hotelero corría a su hijo entre risas dementes. Oí
distintamente:
-Te voy a ahorcar... ¡soy el Muerto del
Pantano!
El
niño lanzó un aullido histérico y huyó de su padre, quien lo perseguía con
pasos pesados. Duró un rato el juego hasta que el niño escapó escaleras abajo y
encontró refugio en su madre.
Yo
era huésped de un loco, eso estaba claro. Por suerte Cris y los chicos dormían
ajenos a mi preocupación. Intenté conciliar el sueño, pero no podía evitar
vigilar los ruidos del Hotel. Desde la planta baja llegaba ahora la voz del
televisor a todo volumen. El tipo era sordo, por lo visto. O me quería joder.
Este solo pensamiento me impidió dormir definitivamente. Yo no soy bueno para
tolerar los caprichos ajenos, así que me levanté despacio, me vestí y bajé a
encararlo al tipo. Toqué a su puerta de mal genio, y él me atendió peor.
-Oiga, baje el volumen del televisor, no me
deja dormir.
-Acá mando yo. Y si no le gusta, váyase.
-¿Ah, sí? Devuélvame la plata.
El
tipo estaba muy agitado, por suerte no tenía su cuchillo a mano.
-Bajen las valijas y espérenme acá.
-No, usted suba a traerme la plata, yo no
me voy sin los treinta pesos.
Le
di la espalda temerariamente y subí de nuevo a mi habitación. Cerré la puerta
con pasador y desperté a Cris.
-Prepará el bolso, nos vamos.
-¿Qué pasa?
-Discutí con el tipo, ahora viene a traerme
la plata.
-¿Y a dónde nos vamos a ir con esta lluvia?
Son las dos de la mañana.
-No sé, pero yo acá no me quedo.
-Esperá un poco, calmate. Si el tipo ese te
devuelve la plata, queda descubierto como lo que es: un impostor, incapaz de
atender a los clientes como un verdadero hotelero. A los locos conviene
seguirles la corriente, si lo sacás de su delirio nos puede matar a todos.
Miré a los chicos durmiendo y comprendí que debía ser prudente. En ese
momento oí pasos en las escaleras.
-Ahí sube.
-No abras.
Los pasos se detuvieron junto a la puerta, nosotros nos quedamos quietos
en la cama. Haciéndonos los dormidos, evitábamos tener que enfrentar al loco,
de seguro armado con un cuchillo. Oímos los pasos yendo y viniendo, el tipo no
se decidía a tocar la puerta. Habíamos vuelto a ser los clientes ideales,
dormidos en su habitación y sin reclamar su dinero. Fue una noche larguísima, a
veces sentíamos alejarse los pasos, y luego volvían como una maldición a
llevarlo frente a nuestra puerta. Al fin se retiró, y nosotros pudimos respirar
y dormir por turnos hasta el amanecer. Apenas aclaró juntamos nuestras cosas,
despertamos a los chicos y salimos sin hacer ruido de ese Hotel maldito.
Todavía estamos cansados por la mala noche, pero no quise abandonar el
puerto del Tigre sin hacer la denuncia contra el hotelero loco del Tres Bocas,
para evitar que un día mate a pasajeros inocentes, como casi me mata a mí.
Firma denunciante: D.C.
Informe policial
A
las 10:30 horas del día viernes 8 de julio de 1998 el cadáver de un menor fue
avistado flotando en aguas del río Sarmiento por un remero del Tigre Rowing
Club. Inmediatamente la
Prefectura procedió a la búsqueda del cuerpo, que fue
localizado a las 19:00 horas y transladado a la morgue judicial de Tigre. El
cadáver presentaba moretones en el cuello producidos por la presión de dos
manos, lo cual hizo presumir un homicidio.
Por orden del juez penal de turno se llevó a cabo la autopsia del cadáver,
la cual determinó muerte por asfixia, sin presencia de agua en los pulmones. La
edad del occiso fue estimada en nueve años. Sus huellas dactilares permitieron
identificarlo como Carlos Valle, menor residente en la zona.
Recabados informes entre vecinos del río Sarmiento, se indica como
sospechoso a Hugo Rial, con paradero en el Hotel Tres Bocas.
Con fecha 11 de julio de 1998, siendo las 8:00 horas, personal de la Prefectura registró el
susodicho Hotel Tres Bocas, sin encontrar al sospechoso ni a su mujer, Rosaura
Valle. El señor Manuel Contreras dijo conocer el domicilio anterior del
sospechoso sobre el río Carabelas.
A
las 16:00 horas del mismo día, una patrulla de la Prefectura de Tigre se
hizo presente en el domicilio indicado, el cual lleva un cartel que reza
“Aurora”. El sospechoso fue localizado en el interior de la vivienda, sentado
en el piso de una habitación ruinosa invadida por cañas, que en algún momento
fue la sala principal. No opuso resistencia.
Preguntado por su mujer, señaló al fondo de la vivienda, donde nos
resultó difícil acceder en virtud de los techos caídos y la multitud de cañas
que bloqueaban el paso. Llegamos al fondo abriéndonos paso a machete y en un
claro del cañaveral descubrimos a Rosaura Valle ahorcada, pendiendo de una soga
bajo una caña inclinada. Su rostro estaba azul, lo cual hace presumir que el
deceso ocurrió hace más de veinticuatro horas.
Se
pasan las actuaciones a los peritos forenses, quienes deben determinar si fue
suicidio.
Firmado: Oficial Jorge Pando
No hay comentarios:
Publicar un comentario