El ritual

 

  Llevaba tres meses en Mallorca, y el doble de tiempo en España. Definitivamente, el catalán es español mal hablado, me dije ante un letrero en la calle que ponía: “Mantingui la distància de seguretat”. Leer tanto cartel en mallorquín, o balear, o como le llamen al catalán por aquí, amenazaba estropear mi ortografía. Desvié la mirada a los viandantes de esa céntrica calle de Palma y pensé que alucinaba:

-Guido Arriaga? Murmuré incrédulo, y me froté los ojos. Guido seguía allí, imperturbable, desafiando todas las probabilidades. La última vez que lo vi fue en Bogotá, hace quince años, y parecía un vagabundo, o un poeta, que es casi lo mismo. Qué hacía en Mallorca, bien vestido y con una elegante dama colgada de su brazo?

-Guido! – exclamé por fin, saliendo de mí parálisis.

El otro me miró sin comprender unos segundos, aunque su cerebro debió reconocer mi voz en lo recóndito de sus pliegues. Vi cómo cambiaba su expresión al reconocerme.

-Demetrio!? Eres tú?

  Su sorpresa no era inferior a la mía.

-Qué haces hermano! -se adelantó y nos dimos un efusivo abrazo.

-No me lo puedo creer que estés aquí.

-Ni yo.

-Te ves muy bien, hombre!

-Tu no estás mal tampoco…

-Qué va, voy tirando… y quién es esta bella dama?

-Ella es Oxana, mi novia.

-Encantado.

-Hola.

  Nos dimos la mano formalmente, quizá porque ella iba con un vestido elegante.

-Ayer llegamos a Mallorca. Y tú?

-Estoy aquí hace un tiempo.

-Vámonos a cenar juntos hombre, este encuentro hay que festejarlo!

-Vale.

  Algunos españolismos empezaban a pegárseme. Nos fuimos a un restorán con terraza, como le dicen por aquí a las mesas en la vereda, o en el bulevar. Por unanimidad decidimos pedir una paella, y para beber, sangría.

-Oye, cuántos años hace?

-Ni preguntes.

-Te acuerdas del club Lasker?

-Cómo olvidar ese antro? Ya lo cerraron.

-Era un club de ajedrez -expliqué a Oxana-. Yo jugaba con una amiga mientras Guido escribía poemas.

-Guido puede escribir poemas en las paredes, incluso sin luz -contestó ella.

-Así somos los poetas -repliqué.

-Tú padeces la misma enfermedad?

-Me temo que si. Pero es una enfermedad enriquecedora, mucho más que el ajedrez.

-Bueno, hoy el ajedrez da más dinero que la poesía, si eres de los mejores.

-Me refería a otro tipo de enriquecimiento.

-A pocos les importa ese tipo de enriquecimiento hoy.

-Así es.

   Llegó la paella, y le hicimos los honores conversando sobre todo cuanto hay bajo el sol. Yo seguía sorprendido por el cambio favorable en la vida de Guido; ahora recordaba que él me había hablado de una novia que tuvo en España, en cuya casa vivió un año escribiendo poesía. Luego volvió a Bogotá y su vida desbarrancó. Cuando yo lo conocí, no tenía trabajo ni medios de subsistencia. En aquel tiempo yo estudiaba una maestría en literatura con una beca del gobierno colombiano, y me parecía justo repartir algo de ese dinero a la gente de aquel país tan generoso conmigo. Yo pagaba los cafés, o el helado, cada vez que nos juntábamos a leer nuestros poemas y hablar de la vida. Las finanzas de Guido estaban in extremis… pero al cabo de los años, la novia española había vuelto al rescate, y Guido salía a flote otra vez.

-Y qué es de tu mujer? La recuerdo muy guapa.

   Bajé el pulgar a la manera romana, y me callé.

-No me digas que…

-No te lo digo.

-Se separaron?

-Te dije que no te lo digo -pero asentí con la cabeza.

-Hombre… qué pena me da oír eso.

  La tortilla se había dado vuelta. Ahora Guido era el afortunado, y yo el desheredado de la suerte. Sic transit gloria.

-Oye… tu rival en el ajedrez sufrió un infarto hace poco, pero se recupera bien.

-El Diablo cuida a los suyos.

-Ja ja… no has perdido el don de la frase lapidaria.

-Es lo único que no he perdido.

-Vamos, hombre… tienes salud. Lo demás no importa.

-Tienes razón. Salud!

  Chocamos nuestros vasos y bebimos. Luego pedimos otra ronda de sangría, y otra más. Me emborraché a conciencia. Olvidé una por una las penas que me ennegrecían el corazón, hasta quedar limpio. Fondo blanco.

-Ya es medianoche, chicos, y yo debo irme a dormir antes de convertirme en calabaza.

  Oxana era la voz de la razón. Pero yo no quería escuchar esa voz. Quería seguir allí, en mi sopor alcohólico, o continuar bebiendo en otro lado. Pagamos la cuenta a la romana (no sé que tenía hoy con Roma) y los acompañé hasta su hotel. Guido me miró y se resistió a dar por terminada la noche ahí.

-Tú vete a dormir, Oxana. Yo me voy con Demetrio a tomar unas copas.

-Vale, cariño. Buenas noches.

  Me saludó con dos besos en la mejilla, y otro en la boca para él. Nos quedamos de pie viendo cómo ella entraba al hotel y nos hacía un último saludo con la mano.

-Bueno… hacia dónde?

-Conozco un bar.

  Nos alejamos de la arteria turística y entramos en el dédalo de callejas estrechas que hacen de Palma el laberinto perfecto. Ninguna calle es derecha aquí, todas son curvas y te alejan de donde quieras ir. Flanqueamos los paredones antiquísimos de antiguos monasterios y fuimos a dar en el Carrer de Monte Sion, donde una sinagoga del siglo XIV fue convertida en iglesia.

-Mira.

  Señalé a Guido la pared cubierta con una red muy prieta, para iniciar tareas de restauración.

-Esta pared pertenecía a una sinagoga medieval. Como en Jerusalén, es lo único que queda del antiguo templo.

  Alumbré con la linterna de mi móvil un agujero en la red, a través del cual se veían las piedras gastadas por los siglos. Y entre las junturas, aquí y allá asomaban papeles doblados, metidos allí por manos anónimas.

-Qué son esos papeles?

-Deseos. La gente viene aquí y pide deseos.

-Es un Minimuro de los Lamentos…

-Exacto.

   Caminé unos pasos a lo largo del muro y señalé otro agujero en la red, donde apenas cabía una mano.

-Allí está mi deseo.

-Has pedido algo tú también?

-Claro, no me lo iba a perder. Y sabes qué? Esa misma noche Jehová me respondió.

-Cómo es eso? Hablas con Jehová?

-Tenemos nuestros códigos. Salí a ver el cielo a un descampado cerca de donde alquilo, y vi una estrella fugaz a través del alambrado que cerca el terreno.

-La respuesta de Jehová…

-Sí. Metí mi deseo en la pared a través de una red de polietileno, y atisbé la respuesta a través de otra de alambre.

-No te pregunto qué pediste.

-Es secreto. Igual los dioses nos conceden lo que ellos quieren.

Continuamos por la misma calle hasta dar en un barcito con luces tenues, de donde surgían risas apagadas y conversaciones en voz baja.

-Aquí.

 

  Un par de horas y muchos versos después (nos recitamos de memoria nuestros poemas más recientes), emprendimos el regreso a su hotel. Erré las calles, para variar, y me encontré en un punto desconocido.

-No te preocupes. Llegamos a un cruce y me ubico.

  Nuestros pasos resonaban en las calles solitarias como años atrás, cuando transitábamos las noches opresivas de Bogotá. Una puerta se abrió y salieron tres monjas, portando sendas candelas.

-Adonde irán?

-Salieron del monasterio de Santa Clara. Son clarisas.

Las monjas caminaban delante nuestro, llevaban nuestro mismo rumbo. Como a los diez minutos flanqueamos otro paredón siniestro: era el convento de la Concepción. De aquí salieron cuatro monjas agustinas portando candelas, y se unieron con las que iban delante nuestro.

-Irán a una procesión?

-A esta hora?

-Yo qué sé. Las monjas son tan raras…

   Seguimos caminando con las monjas delante, sin decir palabra. Atravesamos otros callejones y vimos que ellas se detenían ante el monasterio de la Purísima Concepción. De aquí salieron otras cinco monjas llevando cirios encendidos, yo sabía que éstas eran capuchinas.

-Oye, esto es muy raro. Solo monjas, ningún laico. A las tres de la mañana…

-Me cuesta creer que haya una procesión a esta hora, cuando todos duermen.

-Tal vez ellas solas forman la procesión.

  Ya debíamos desviarnos hacia el hotel de Guido, pero seguí a las monjas. Me había picado la curiosidad. Llegamos al Carrer des Tereses, y en las altas ventanas del convento de carmelitas descalzas se prendieron luces. Nadie salió por la puerta, pues éstas son monjas de clausura. Pero los cirios encendidos en las ventanas parecían saludar la pequeña procesión pasando ante ellas. Pocas calles más allá las monjas se detuvieron ante un antiguo edificio que bien podía ser una sede episcopal, pues tenía el escudo con las llaves de San Pedro sobre la puerta. De aquí salió un solo hombre alto con sotana negra y cuello de sacerdote, llevando una cruz y una Biblia. Conversó unos momentos con las monjas y subió a un auto, junto con tres de ellas. Las otras entraron en dos coches que había detrás, cuyas luces de posición se prendieron. Iban a partir con rumbo desconocido.

-Cómo me gustaría seguirlos, para ver adónde van.

-A qué distancia estamos de mi hotel?

-Dos calles.

-Alli está el carro de Oxana. Yo llevo las llaves encima.

  Miré a Guido, sorprendido. La noche venía rara... Teníamos un coche a nuestra disposición, y una aventura llamándonos.

-Apura que se nos van.

  Corrimos dos cuadras -que resultaron cuatro-  y Guido abrió la puerta de un coche blanco estacionado frente al hotel, cuyo modelo no llegué a registrar. Salimos haciendo chirriar las ruedas y a contramano, confiando en no encontrar a nadie a esa hora. Quince segundos después estábamos frente al edificio de aspecto episcopal, pero ni señales de los autos.

-Habrán salido para allá.

  Guido aceleró por un callejón donde apenas pasaba el coche hasta dar en una plazoleta. Dobló a la derecha buscando el Passeig del Born, y en el primer semáforo encontramos tres coches detenidos esperando la luz verde.

-Serán las monjas?

-Llevan cirios encendidos dentro del auto. Son ellas.

  Salimos a la autopista siguiendo de lejos los tres autos. Tomamos la ruta de Manacor, y al rato me dormí. Demasiado alcohol.

 

-Hey. Demetrio, despierta.

Sentí un codazo en el brazo y abrí los ojos. Estábamos detenidos junto al guardrail, y se oía la resaca del mar.

-Donde estamos?

-Dormiste una hora mientras atravesábamos la isla. Según el GPS, esto es Canyamel. 

  Delante nuestro se abría una cueva impresionante, hacia la cual subía una larga escalinata. Por encima de ella, el paredón pétreo del acantilado parecía venírsenos encima. Sentí que era un lugar amenazador y siniestro, y no entendía qué se les había perdido a unos religiosos aquí.

Bajaron de los tres autos con sus velas encendidas, a unos cincuenta metros de nosotros. El que parecía obispo sacó del maletero unos objetos envueltos que fue repartiendo a las monjas.

-Antorchas…

-Qué se proponen?

  Una a una las fueron prendiendo, y se dirigieron en fila a la escalinata. A medida que subían hacia esa cueva ciclópea los fui contando: eran doce monjas siguiendo a un sacerdote, el número no parecía casual. Querían emular a Jesús con sus doce Apóstoles.

-No es una procesión -le dije a Guido-. Es un ritual.

  Mi amigo asintió en silencio, y una vez que hubo entrado la última monja a la cueva, salió del auto.

-Sigámoslos.

  Bajé del auto a mi vez y nos dirigimos a la escalinata con aprensión. Empezamos a subir, y yo tuve la impresión de que aquella boca cavernosa quería tragarnos. Entramos a la cueva… al principio no vi nada. Poco a poco mis ojos se habituaron a la oscuridad, y pude distinguir un apagado resplandor final producido por la luz indirecta de las antorchas. Prendí la linterna de mi móvil y Guido hizo lo propio. Estábamos en un túnel natural muy alto, cuyas paredes inclinadas formaban ángulo en el techo. Negras chorreaduras se veían aquí y allá, producto de filtraciones freáticas. Avanzamos a tientas, temiendo tropezar en terreno desconocido.

-Cuidado… el piso baja allá adelante.

  El apagado resplandor naranja fue haciéndose más intenso a medida que bajábamos, hasta que pudimos distinguir las antorchas. Formaban semicírculo ante una reja gigante que cerraba el túnel; en el centro el obispo recitaba una cerrada letanía, de espalda a las monjas.

-Está recitando en latín -murmuré sorprendido.

-Ya no se usa el latín en misa -replicó Guido.

-Esto no parece una misa.

  Nos acercamos cautelosamente, tratando de oír mejor. Yo había sacado un par de fotos sin flash, pero no salía gran cosa. Renuncié a la fotografía y me puse a escuchar.

-Es un exorcismo -dijo Guido de pronto.

-Cómo lo sabes?

-Fui seminarista. Y reconozco algunas frases del ritual.

   El obispo continuaba recitando y asperjando con agua bendita. Por fin las monjas se fueron acercando a la reja y una a una fueron dejando caer las antorchas del otro lado. Caían muchos metros más abajo, y entonces pudimos ver lo que guardaba la reja: una inmensa cámara cuajada de estalactitas y estalagmitas, que en ocasiones se unían formando gruesas columnas. Parecía un templo subterráneo de majestad inefable.

  El recitado en latín llegaba a su culminación:

-Nego te Satanam in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti…

De pronto se me erizaron los pelos al oír un grito que subía desde lo profundo, salido de mil gargantas a la vez.

-Qué es eso?

  La voz de Guido denotaba temor, pero yo me había quedado sin voz para responderle.

-Christus vincit!

  Un vaharada insoportable nos llegó desde el otro lado de la reja, como si hubiesen vaciado varios camiones de pescado podrido. Guido tuvo arcadas, y observé que algunas monjas se doblaban a vomitar, pero el obispo siguió adelante con el ritual.

-In hoc signo coniuro te…

  El clamor de los condenados era ahora una canción inarticulada. Se iba alejando… largo tiempo los oímos mientras regresaban a su infierno, derrotados. Yo debía estar blanco. Y Guido no se qué color tendría, pues es afrodescendiente. Apostaría a que ahora mismo parecía noruego.

  Las monjas marcharon hacia la salida con los cirios encendidos, y nosotros nos escondimos en una oquedad para evitar que nos viesen. Pasó el obispo delante nuestro, pero cuando ya salíamos de nuestro escondite vimos a una monja esperándonos. Nada dijo, sólo se santiguó y mirándonos fijo, se puso un dedo sobre los labios.

 

  Poco me resta decir. Al día siguiente Guido y Oxana partieron hacia Alcudia y ya no nos vimos. La caverna donde estuvimos tiene una entrada lateral más baja y sólo una ínfima parte de ella -la más cercana a la superficie- es visitada por el turismo: se la conoce como Cueva de Artá. Pero yo no me animé a ir de nuevo allá, ni siquiera de día. Allí dentro es noche eterna… y esos gritos que oímos no tenían nada de sobrenatural: parecían infrahumanos, pero muy terrenales.

  Consulté el santoral, por si me daba una pista sobre el ritual al que asistimos esa madrugada del 24 de agosto. Es el día de san Bartolomé, nada especial. Pero una tradición católica -no aceptada por el Vaticano- refiere que el 24 de Agosto el demonio anda suelto por el mundo. Las personas que entran a una cueva ese día pueden quedar atrapadas durante muchos años, sirviendo al Señor de los Infiernos. Sólo pueden volver a la luz en la misma fecha acompañando a su Amo, para hacer el mal.

  Y por lo visto, las monjas de Palma y su obispo prefieren no dejarlos salir.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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